El control judicial de la libertad opera en los distintos momentos del proceso, desde el inicio de la investigación hasta la ejecución de la pena.
Sólo un juez puede ordenar la privación de libertad de una persona. Es una garantía establecida en la Constitución, cuyo artículo 40.1, dispone: “Nadie podrá ser reducido a prisión o cohibido de su libertad sin orden motivada y escrita de juez competente, salvo el caso de flagrante delito”. A esta disposición se suman los Principios Fundamentales que encabezan el Código Procesal Penal, entre los cuales cabe destacar a los fines que nos ocupan los artículos 10 (Dignidad de la Persona), 15 (Estatuto de Libertad) y 16 (Límite Razonable de la Prisión Preventiva).
La privación de libertad del imputado puede tener lugar como consecuencia de su arresto o porque se haya dispuesto respecto de éste el arresto domiciliario o la prisión preventiva.
Si es interés del Ministerio Público practicar un arresto u ordenar a la policía que lo haga, debe solicitar la orden al Juez de la Instrucción. He aquí la primera manifestación del control judicial de la libertad en nuestro derecho procesal penal (artículos 224 y 225 CPP).
La policía tiene facultades excepcionales de arresto, en casos de flagrancia, cuando el imputado está cometiendo el delito o lo acaba de cometer, entre otras hipótesis previstas expresamente por el CPP. También puede disponer, hasta por seis horas, que los presentes en una escena del crimen, no se ausenten del lugar (Art. 275 CPP).
La policía, al practicar un arresto, entre otras obligaciones, debe identificarse, no usar fuerza indebida, ni emplear tratos crueles; e informar al imputado de su derecho a no declarar, a tener abogado y a no ser presentado a los medios (Art. 276 CPP).
En definitiva, normativamente la libertad del imputado está resguardada, no sólo en casos de arrestos, sino de otras medidas como arresto domiciliario y prisión preventiva. Sin embargo, llama la atención que este derecho fundamental, que es un derecho de la llamada primera generación, no parece haber generado decisiones del Tribunal Constitucional lo suficientemente contundentes como para servir de freno a las arbitrariedades del poder punitivo, que han llevado a que cuatro de cada cinco presos en nuestras cárceles sigan siendo presos sin condena y a que la separación de funciones investigativas y jurisdiccionales sea muy precaria porque los jueces se sienten más cómodos siendo bateadores designados del fiscal.
Hace rato que ya es hora de que el Tribunal Constitucional, garante de la supremacía constitucional, se haga sentir. De lo contrario, el Estado de Derecho será incapaz de sustituir las nocivas prácticas del Estado Policía, y nuestro sistema de justicia seguirá siendo una muestra – como diría Binder- de “la fuerza de la Inquisición y la debilidad de la República”.