Con aire meditabundo y mirando fijamente la reunión de su senado criollo sentado alrededor de las piedras puestas en el patio, dijo:
Todos estos caciques que tenemos en cada región deberían juntarse y formar algo parecido a una nación. No, estos azarosos antes de unirse entre ellos para que trabajemos por el bien de todos, como lo hacemos en esta casa, prefieren vender el país por libra, por kilo o por quintales a cualquier pelafustán “sábana al hombro” que hable una lengua rara, que fume tabaco fino o se vista de casimir. Si lo de ellos está seguro, su tajada, no les importa un carajo la pobreza o la necesidad del resto, la tribu de hambrientos que espera por su limosna. Ninguno de esos malditos cree que este país lo podemos levantar con la unión y los brazos de todos. No se unen ni para hacer una letrina, una campaña contra las niguas o los piojos que asolan las cabezas de nuestros muchachos.
La asamblea estaba en silencio escuchando embelesada la particular sabiduría de Encarnación.
Estos grupos de apellidos, tribus familiares, son los mismos desde que tengo conciencia y nos vienen gobernando desde el momento que nos separamos de Haití. Si esos fulanos no tienen el poder, si no son amos y señores de las cosas y la gente laboriosa de estas tierras, prefieren entregárselo a cualquiera, inclusive devolvérselo a los mismos haitianos. Viven de la violencia, el desconcierto, nuestra ignorancia, así ha sido desde que se fundó esta cosa de país.
En el principio decían que la amenaza eran los negros haitianos, siempre el enemigo ha estado fuera de ellos y sus intereses, nunca han sido ellos mismos la amenaza a la estabilidad de la patria por la que tanto lucharon los muchachos de la Trinitaria y mi compadre Gregorio Luperón, que en paz descanse. Tenemos que cuidarnos de esos jerarcas, nuestros enemigos son estos individuos que se casan entre ellos, nos ponen a pelear y hacen de este conuco de república una herencia familiar. Su cariño por nuestro bienestar apenas cabe en la niña de sus ojos, en la punta de sus cuchillos o su faldiquera personal.
Cuánta razón tenía mi mamá, siempre me hablaba sobre esta casta que fabrica el poder de la nada, haciendo eternas las soluciones de la miseria en que vive la gran mayoría.
Sus pensamientos sobre el bien común se reducen a sus genitales, a sus amantes, al brillo de sus uñas. Usan marcas de sombreros que vienen en barcos por Puerto Plata, su corte de cabello imita a un líder internacional, la traba de gallo que tienen es de pura raza, sus apellidos sostienen su vínculo con el extranjero, nos muestran que sus descendientes no son de aquí y que por eso, su lugar es el de dirigir o gobernar esta sarta de negros que somos los dominicanos.
Nos miran, prosiguió, y parecía leer el manifiesto escrito por los andulleros o tabaqueros del Cibao revelados contra la dictadura de sus gobernantes, a mí y a cada uno de ustedes, como animales que les prestamos nuestros lomos para llevarlos a su destino final, el lujo del poder con el que luego nos subyugarán a sus caprichos y voluntades. Nos dividen ofreciéndonos limosnas y centavos a cambio de que acallemos la furia de nuestra eterna miseria insatisfecha.
Ellos no creen en nosotros, acotó con palabras enfermas, no les interesan nuestras peripecias ni mucho menos lo que opinamos y sentimos. Somos el hambre de su opulencia. Decía aquello, mientras se agarraba el estómago protegiéndolo dignamente de las dádivas que aumentaba su condición de pobreza.
Cuando nuestras exigencias entran en desavenencia con sus intereses, y nuestros motivos de un mejor bienestar chocan de frente con sus desvaríos de poder o alteran sus criterios, nos transforman por arte de magia, en sujetos a ser perseguidos por sus pocas leyes. Nos convierten en campesinos armados, brutos, analfabetos a los que hay que desarmar, domesticar, someter y reducir al buen juicio de sus intereses.
El silencio de aquel escenario de patio sabía del temple de Encarnación, nunca la habían escuchado en este tono, no por lo de extraño, sino por la claridad en sus palabras. Parecía que escuchaban al campesino de Nazaret, a un tal Jesús, en su ataque contra los sepulcros blanqueados, Escribas y Fariseos, en su discurso montado sobre las piedras del monte, al igual que el Moisés con sus tablas de piedras afiladas, clavándolas en el corazón de su pueblo fugado de la esclavitud.
En el Este, el Sur, el Cibao, en la línea fronteriza del país, prosiguió sin perder de vista los ojos de su asamblea, en cada región hay un líder que manda y gobierna, pero incapaz de ponerse de acuerdo con los demás para hacer un camino vecinal que nos lleve al curandero o nuestras cosechas al mercado.
Brazos de fuego salían por sus ojos como puños de hierro al rojo vivo. Su expresión era la de una gallina que alerta a sus pollos de la rapacidad del guaraguao de adentro y la voracidad del que amenaza desde el exterior, más allá de las montañas y el mar.
Tal vez nunca alcanzaremos a formar parte de su grupo, no tenemos su apellido ni su sangre, pero juro que un día dejaremos de ser su nación. Encarnación no hablaba de política, su celo maternal estaba volcado frente a su reunión alternativa, pujando otro futuro para sus descendientes.
Escena tomada de: Palmarejo, Sabor a Tabaco. Novela de próxima aparición.