Desde que en 1963 publiqué mi primer artículo (fue en el Listín Diario), el cual titulé: “Historia, variantes y evolución del beso desde la aparición de la especie Humana sobre la tierra”, a propósito de que entonces estaba de moda en nuestro país el llamado beso motorizado y el beso perruno, he publicado decenas de opiniones en distintos medios de información insistiendo en que no es psicológicamente beneficioso que los ciudadanos pongamos tanto empeño en presentarnos como victimas históricas porque ese comportamiento nos lleva, inevitablemente, a una persistente actitud de lamentación, de indefensión, de culpación a los demás de todas nuestras tragedias reales o imaginarias y, lo peor de todo, nos lleva a mostrarnos sumamente rígidos en nuestras percepciones sobre la sociedad, sobre el país, el Estado, además de implacables y superficiales cuando nos referimos a la conducta ajena.
No es emocionalmente sano para la sociedad una promoción interminable de las miserias que supuestamente nos abaten mientras se mantiene un devorador acoso contra las instituciones, la Policía, el Estado, los líderes de la nación y los partidos políticos, casi siempre con un acentuado tono de encojonamiento total tal como nos inducen a decirlo y creerlo todos aquellos que se designan a sí mismos como los héroes de las mejores causas y percepciones cotidianas. Esos héroes de las percepciones cotidianas pero angostas y categorizadas sobre los demás, aunque nunca sobre ellos mismos, no caen en cuenta que mientras más estrechamos la visión de los hechos y reducimos a un diámetro critico nuestra capacidad de percibir los acontecimientos nacionales y la capacidad de eficacia de nuestras instituciones, la verdad de lo que afirmamos sobre estas se torna ilusoria y a medida que esa verdad se vuelve ilusoria se inferioriza, y todo lo que se inferioriza nos conduce a la trampa de dudar de nuestras potencialidades y habilidades para enfrentarnos a los obstáculos y a los pesados lastres que arrastramos.
Señores, la corrupción en las instituciones públicas no es un enunciado, tampoco una teoría. La riqueza malhabida, el trafico de drogas narcóticas, de rones falsificados y de armas, la trata de blanca (o industria sin chimenea de la prostitución), la pornografía, la estafa legalizada de los bancos y compañías de seguros, la falsificación de medicamentos (que es de alcance mundial), los “honrados” hombres de negocio dedicados a la venta de gas de cocina, gasolina y gasoil que mediante artilugios y medidores trucados anexados a sus cisternas de almacenamiento reducen el volumen vendido al cliente de un 25 al 35% del correspondiente legalmente, el sicariato y, modernamente, el delito parejero o de “fibra óptica”, como también se le llama al traspaso o robo de dinero pasándolo de una cuenta real a otra falsa vía internet, tampoco son teorías susceptibles de echarse por tierra para siempre mediante el hallazgo de contraejemplos o porque solo debemos preocuparnos de la corrupción en el Estado. Los contraejemplos de estas inconductas son difíciles de hallar porque como pensaba Montaigne las imperfecciones humanas están profundamente arraigadas, y por ello convertir las instituciones de un Estado o a todos los ejecutivos de ellas y a los congresistas y alcaldes en fortificados falsabragas contra ese gigante “colmadón” llamado corrupción, no es un asunto idéntico al de la calabacera que apenas tiene que decidir a cuál de los dos novios que tiene dejará definitivamente. Quien comete corrupción nunca es tan torpe como para cajetiarse con otros corruptos, y con los corruptores menos, porque eso sería, dicen ellos, como “batear para una doble matanza”.
El filósofo inglés, Karl Popper (1902-1994), dice que la vida es una serie de problemas que hay que resolver. Pero resolverlos obliga a restarle rigidez a nuestro modo de explicarnos el origen de esos problemas así como a las propuestas de solución que tengan. Y como sería absurdo que quien gobierna o ejerce la autoridad en un país se crea a sí mismo falible, pues tiene necesariamente que gobernar sobre la base de que tiene dominio del método a usar para afrontar los males de la sociedad que dirige.
No pocos en nuestro país creen que aun vivimos en una época clásica cuando los habitantes de un pueblo o los de un imperio, dedicaban más energía intelectual a ser escépticos o a la dilucidación de simples creencias religiosas que a buscar una solución apropiada a un problema que afectaba a todo el pueblo. Por eso, mientras Roma tuvo lideres que descubrieron cómo podían influir en el modo de pensar de su pueblo, alcanzó un notable florecimiento, no tanto en el arte de la guerra como a menudo, erróneamente, se cree, sino en el diseño y erección de obras sorprendentes. Los humanos cuando forman grupos grandes necesitan guías fecundos y auténticos porque es más fácil lograr grandes metas y en menos tiempo, y solo los líderes son capaces de entender la dinámica de dirección correcta de los pueblos puesto que poseen el don de comprender cómo dirigir gente con ideas e interese distintos.
Como sociedad cometemos el innecesario error de apocar tanto a nuestros líderes vivos como a muchos de los ya muertos sin darnos cuenta que solo ellos tienen seguidores y si tuvieron y aun tienen seguidores es porque son los únicos que pueden inducirnos a cambiar de actitud y de comportamiento. Denigrarlos o insultarlos, o culparlos de las truchimanerías y tufanadas que se ven en el Estado, no nos hace más morales y a ellos inmorales. ¡Y de qué manera el líder de la nación actual o nuestros próximos líderes de la nación van a secar en un santiamén el pestilente fango de la corrupción!
No podrán hacerlo en un santiamén como pretenden aquí muchos, porque he dicho y lo reitero ahora que todos pensamos que la corrupción es como el ‘cuerno’. Si es mi vecino el suertudo que está disfrutando de la “torta” de aquella hembrota mujer de Antonio (nombre imaginario), lo critico por no respetar a la mujer de un amigo, pero si soy yo el suertudo que disfruto de la misma “torta” de la mujer de Antonio, pues me autofelicito por mi buena suerte. Es decir, si me beneficio directamente torno elastísima mi percepción de la corrupción, pero si es el otro, entonces le doy la mayor rigidez posible. Así, como si fuera el perro que duerme plácidamente sobre el sofá porque no tiene garrapatas de qué preocuparse, acuso gallardamente a los líderes políticos de cualquier garrapatita que hayan cogido todos los perros de la República.