He seguido con interés el debate entre mi maestro Eduardo Jorge y mi amigo Cristóbal Rodríguez por un lado, y los abogados Anselmo Muñiz, Jaime Luis Rodríguez  y Bartolomé Pujals. La discusión tuvo su origen en la observación a la ley que convertiría a Loma Miranda en parque nacional, pero derivó en un punto que entiendo más trascendental: la relación entre la política y la democracia constitucional. Sólo me referiré al segundo punto, puesto que pienso –y he dicho en otro momento- que entiendo que promulgar o no la ley era válido en el régimen constitucional vigente. Es decir: la respuesta al dilema con el que se enfrentó el Presidente no estaba constitucionalmente predeterminada.

Es precisamente la naturaleza de ese momento constitucional lo que divide la opinión de los articulistas arriba mencionados. Para Eduardo Jorge Prats y Cristóbal Rodríguez la ley era inconstitucional. Para Anselmo Muñiz, Jaime Luis Rodríguez y Bartolomé Pujals la observación de la ley es una vulneración de la naturaleza democrática que debe sustentar el ejercicio del poder en República Dominicana.

Aunque el desarrollo del debate ha sido un tanto enredado, me voy a permitir hacer un breve recuento del mismo.  Los primeros artículos, en los que se afirma la inconstitucionalidad de la ley observada, fueron publicados por Cristóbal Rodríguez (enlace) y Eduardo Jorge Prats (enlace). Estos fueron criticados por Muñiz a la observación presidencial (enlace). Esto fue contestado por Jorge Prats (enlace). A esto respondieron Muñiz (enlace), Jaime Luis Rodríguez (enlace) y Bartolomé Pujals (enlace), lo cual fue nuevamente rebatido por Jorge Prats (enlace).

Recomiendo la lectura de todos los artículos pues en ellos se desarrolla una interesante discusión sobre la naturaleza del poder en las democracias constitucionales. Trasciende, por mucho, la coyuntura que se nos presenta con el caso Loma Miranda.

La tentación de sustituir la voluntad democrática con una racionalidad supuestamente neutral es una trampa peligrosa

En lo que a Loma Miranda respecta no coincido plenamente con ninguna de estas dos posiciones. Sin embargo, sí creo que el marco conceptual en el que Muñiz, Jaime Luis Rodríguez y Pujals desarrollan sus argumentos es más adecuado al principio democrático y a la Constitución como norma de convivencia democrática. Es decir, del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

El principal reproche que se hace a la postura de Eduardo Jorge es que rechaza la dimensión política del ejercicio del poder en la democracia constitucional. Aunque en un segundo artículo matiza esta posición, la crítica que se le hace en ese sentido es atinada.

Jorge Prats sostiene, evitando los extremos, una posición que se apoya en dos ideas fundamentales. En primer lugar, que la democracia constitucional descansa sobre bases esencialmente racionales. En segundo lugar, que como consecuencia de lo anterior, casi siempre existe una solución válida y única a los conflictos constitucionales. Solución que sólo acepta variaciones dentro de un espectro muy limitado de opciones.

Cuando Jorge Prats critica el “decisionismo” en las posiciones de Muñiz, Jaime Rodríguez y Pujals, lo hace amparándose en la idea de que hay cosas que están fuera del alcance de la voluntad de los gobernantes y los gobernados. Y están fuera, siempre siguiendo su argumento, porque así lo establece la Constitución.  Ahora bien, ¿qué es la Constitución si no un conjunto de decisiones con especial protección jurídica?

Es muy frecuente que, en nombre de la institucionalidad jurídica, se haga énfasis en los límites que los ordenamientos constitucionales establecen al poder, sobre todo al expresado por las mayorías.  Se hace sobre el argumento de que desde los albores del constitucionalismo se ha temido siempre a las mayorías por su supuesta vocación autoritaria.

Esto olvida dos cosas que a mi entender son obvias. Primero, que no siempre son las mayorías las que tienen el poder. La mayor parte de las veces, como en el caso dominicano, las mayorías no tienen acceso directo a la creación de la Constitución. Por tanto, la configuración del Estado queda en manos de pequeñas élites que actúan o dicen actuar a nombre de todos.

La visión de la sociedad que queda plasmada en la Constitución es la de estas élites, incluso si actúan de buena fe y creen actuar en favor del interés general. Lamentablemente, la mayor parte de las veces estas decisiones se ven teñidas por la confusión entre el interés propio y el interés general. Los creadores de la Constitución se ven a sí mismos como los preservadores únicos del bien público, asediados por masas imprudentes dispuestas a dejarse seducir por cualquier encantador de serpientes.

Como dice Rancière, se ven a sí mismos como administradores de las consecuencias locales de las leyes de la necesidad histórica. Entienden que conocen mejor que las mayorías las necesidades propias y ajenas[1]. Sobre esta base crean y defienden un sistema de poder platónico en el peor sentido de la palabra. La voluntad democrática del pueblo se ve reducida a un mecanismo de competencia electoral que no da forma a las decisiones públicas.

En estos sistemas, se opone a la voluntad de las mayorías la supuesta neutralidad racional de la Constitución. Pero ya hemos visto que las Constituciones, como cualquier obra humana, están sujetas a la voluntad y cosmovisión de sus creadores. Por ello, es imposible que sean neutrales.Las voces de quienes no participan de su elaboración se ven representadas única y exclusivamente en la medida en que coincidan con la opinión de los redactores.

Pero no sólo esto, las Constituciones tampoco se cumplen a cabalidad. Como cualquier herramienta jurídica, la Constitución opera en un contexto cultural, social y político. Los principios de legitimidad y las relaciones de poder que sostienen al ordenamiento constitucional existen en muchas ocasiones al margen de este.  Suelen, además, tener capacidad de imponerse a la Constitución.

Esto, que puesto en boca de Carl Schmitt puede parecer escandaloso, ha sido sostenido por múltiples teóricos del Derecho Constitucional cuyas credenciales democráticas no suelen ser cuestionadas. Es el caso de Ferdinand Lasalle y HermannHeller. En casi los mismos términos, ambos señalaban que en las democracias constitucionales convivían dos constituciones. Por un lado la “formal”, que es la escrita, la que supuestamente debe regir la sociedad. Por el otro la “real”, es decir esas relaciones de poder que son las que verdaderamente tienen la palabra final. Esté uno o no completamente de acuerdo con lo planteado por Muñiz, Jaime Rodríguez y Pujals, es necesario reconocerles razón cuando afirman que la mayor parte de las veces que la Constitución real se impone a la formal lo hace en detrimento de los intereses de la mayoría.

El peligro de negar la dimensión política del ejercicio del poder en una democracia constitucional queda perfectamente ilustrado en el caso que ocasionó este debate. El marco constitucional permitía al Presidente tanto la observación como la promulgación de la ley que convertía a Loma Miranda en parque nacional. Pero esto es precisamente el punto. La decisión no estaba predeterminada por la Constitución, se trató de un acto de gobierno. Y todos los actos de gobierno tienen naturaleza política tanto por su naturaleza de ejercicio del poder como por ser ejecuciones de políticas públicas. Afirmar que las manos del Presidente estaban constitucionalmente atadas implica decir que ya todo está decidido, que la política democrática no tiene lugar en el sistema.

Por vía de consecuencia, estaríamos asignándole a la Constitución el papel de valladar que mantiene fuera del ejercicio directo del poder político a las mayorías. Esta lleva a una concepción autoritaria de la sociedad. Despojar a la democracia constitucional de su dimensión política es convertir a la Constitución en una herramienta pura y dura de poder. Vale decir, en un mecanismo de opresión.

Lo que debe buscar la sociedad dominicana es un punto de equilibrio que permita la discusión abierta de los temas de interés social, la protección de las minorías y la efectividad de la voluntad mayoritaria. No es tarea fácil, pero es a eso que se puede llamar democracia.

La tentación de sustituir la voluntad democrática con una racionalidad supuestamente neutral es una trampa peligrosa. No es otra cosa que la búsqueda de la creación de un “Hombre Nuevo” a través de una organización social que pretende verse liberada de todo lo que nos hace humanos. Este es el verdadero camino hacia un totalitarismo de nuevo cuño.



[1]Rancière, Jacques Hatred of Democracy, Londres: Verso Books, 2006, pp. 80-81.