Las salvajes y brutales muertes de la pareja de cristianos Elizabeth Muñoz y Joel Díaz, el joven Robinson Méndez y recientemente la arquitecta Leslie Rosado, son evidencias del problema institucional en la Policía Nacional que constantemente refleja la arbitrariedad y el abuso del poder en los miembros de la institución del “orden”.

La tragedia dominicana, es esa historia inevitable que se repite constantemente, a pesar de las luchas sociales y supuestos remedios coyunturales, siempre con el mismo desenlace irremediablemente triste. Con cada hecho de reafirmación de la existencia del problema, como sociedad, nos volcamos a exigir la solución de un problema que no puede resolverse por sí solo. Nos hemos creído la versión de que es un asunto de otros y que en el poder concentrado esta la única solución. Sin embargo, esto es realidad solamente en la divinidad. La solución a nuestra tragedia está en nosotros mismos, nuestras instituciones y en nuestros gobiernos, en todos en conjunto.

El problema de la seguridad ciudadana, no solo es un problema del gobierno. La situación de la arbitrariedad y el abuso de poder, no es solo un problema del gobierno. Estos son problemas nuestros también. Los dominicanos nos hemos acostumbrado a llevar en nuestra idiosincrasia la crítica, la justificación y el remedio de nuestros propios males. Muchos dominicanos llevamos la violencia (en todas sus formas) como medio por el cual se obtiene justicia, ya sea esta legal o social.

Precisamente, debemos considerar que la cuestión de la violencia va más allá de la violencia institucional. A pesar de que, lógicamente, ésta sirve de sombrero para la violencia individual y colectiva que nos arropa. Sin ánimos de revictimizar a la víctima, se debe llevar a cabo también una reforma social de la mano de la reforma policial que tanto se exige. En ese mismo orden, para la verdadera efectividad de estas reformas, deberán nutrirse la una con la otra, y estar apoyadas en educación, valores, el deber cívico e institucional, el sentido de pertenencia, el respeto a la autoridad y a la ley.

Sin perjuicio de lo anterior, es preciso que, con antelación a cualquier puesta en marcha de reformas y transformaciones, se analice profunda y técnicamente la cuestión. Se debe identificar el problema en todas sus dimensiones y quiénes somos los responsables para, a partir de ello, establecer estrategias comunes para la solución y para el desarrollo de las políticas públicas necesarias, enfocadas en las necesidades particulares de cada núcleo social.

Por esto es indudable que el Estado, principalmente en su rama ejecutiva, por tener obligaciones y medios de gran escala y ejercer la jefatura máxima de la policía, tiene una mayor participación y responsabilidad. No obstante, el conocimiento del problema deriva también de la conciencia que tenemos que tener todos los que participamos de la sociedad para que verdaderamente sirva como herramienta de la solución. Si no, seguirá repitiéndose nuestra tragedia, seguirán pasando los años, seguirán anunciándose reformas, se modificarán leyes y continuará la misma cultura autoritaria que genera la pérdida del respeto y confianza en la autoridad.

Con relación a la responsabilidad del Estado, de manos del Ejecutivo y por medio de la Policía Nacional, se puede fácilmente inferir que no es un asunto sencillo. Se trata de un tema de corrupción y debilidad institucional. Se trata de una policía que se ha visto envuelta incluso en asuntos que sirven al crimen y al delito. Se trata de autoridades irresponsables que se han servido de cuestiones políticas, muchas veces por encima de la meritocracia, para el nombramiento de los funcionarios de control y supervisión. En fin, se trata de un tema complejo, al que tradicionalmente se le ha dado la espalda y tradicionalmente no se ha dedicado la atención con la crudeza, la seriedad y la radicalidad que se merece. No sin dejar de reconocer que se han hecho anuncios importantes desde el Poder Ejecutivo y se vienen implementando programas que espero den los resultados esperados.

En la República Dominicana se debe trabajar para dignificar la institución, incluyendo una reforma integral que establezca salarios dignos (se están haciendo esfuerzos en este orden desde el ejecutivo), que devuelva al pueblo la confianza en la institución y produzca el saneamiento en sus miembros. Parte de esa reforma debe ser eliminar la posibilidad y perseguir la erradicación de cualquier otra fuente de ingreso que sea posible a los miembros de la institución, distintos al salario por la labor policial y que den lugar a la posibilidad de orígenes contrarios a la ley. Se debe procurar la persecución y supervisión de las faltas disciplinarias, delitos, crímenes y actuaciones contrarias a su mandato legal, institucional y moral. Pero una persecución trasparente y objetiva por parte de un órgano interno en la misma institución que ejecute procesos disciplinarios y legales, además de ejemplificadores, oportunos.

Con el caso de la arquitecta Leslie Rosado, volvió a ponerse en evidencia lo que ya se sabía: el régimen de consecuencias en la institución es débil e inefectivo. La historia se repite en cuanto la institución promueve, en cierta medida, la justificación del mal accionar. Independientemente de los hechos que acompañan al caso, de forma objetiva, puede reprocharse el uso de armas de fuego por parte de un alistado que, al no estar en servicio policial, ejercía su condición de civil. Mas allá de esa condición, deben definirse los rangos que, dentro de la institución y por sus funciones, ameriten ciertamente el uso y porte de armas de fuego. Entonces, se traslada a la institución la discusión de la necesidad del arma de fuego para un oficial que no comanda patrullas, frente a la posibilidad del uso de armas menos letales como la macana policial.

Ciertamente las normas de procedimientos esenciales ya abordan estos temas, y precisamente se entiende que el oficial que tiene una formación e historia para poder detentar un arma y saber cuándo está en riesgo su vida (comandantes de patrullas y oficiales con altos rangos) son los que quedan autorizados a portar las armas más letales. De ahí que parte del problema sea el incumplimiento de las normas ya establecidas. Ello pone en evidencia la precariedad y debilidad del régimen disciplinario y pone en entredicho las máximas autoridades policiales.