La muerte de once niños por efecto de las deficiencias en el Robert Reid es otra evidencia de las penosas condiciones de los servicios que se dan en mayor o menor medida en los hospitales públicos como en los privados, con mínimas excepciones. Pero atribuirle toda la culpa de esas deficiencias sólo al gobierno me parece irrazonable. Como estéril me parece también el debate dirigido únicamente a establecer responsabilidades, que ya fijó una comisión de alto nivel designada por el presidente Medina. Si el caso se reduce a eso, podría quedar a un lado el compromiso vital de asumir una acción conjunta que la muerte de esos pobres niños nos ha impuesto como sociedad que aprecie los valores sobre los que se rige y norma.
El impacto de esas muertes debe servirnos para conjugar voluntades y mejorar los hospitales y todo el sistema público de salud, de suerte que la calidad de esos servicios nos honre como ciudadanos y garantice a la mayoría pobre de esta nación un derecho esencial que su Constitución y leyes consagran sólo en teoría. No es suficiente con llorar ni protestar por las deficiencias de ese servicio básico. Ni las sanciones disciplinarias derivadas del caso bastarán para remediarlas. Sabemos que la escasez de dinero es uno de los factores de la añeja crisis hospitalaria y que los recursos fiscales no alcanzan para atender todas las necesidades de la población que acude en procura de atención médica a los centros públicos de salud.
Por esa razón se impone la racionalidad. Un examen riguroso de ciertos privilegios que desvían fondos hacia áreas improductivas y gastos que la tradición clientelar les fija inexcusablemente a los poderes públicos. Me refiero a la necesidad de prohibir los regalos de Navidad, los bonos periódicos que se otorgan los congresistas, los “barrilitos” y “cofrecitos” y sus similares, declarar el “emergencia” el área de la salud y hacer heroicamente cuanto se requiera.