“Es más fácil construir a niños fuertes, que reparar a hombres rotos”-Frederick Douglas, reformador social estadounidense, abolicionista, orador, escritor y estadista.

La Constitución vigente (2010) hizo valer en su Artículo 56 los derechos fundamentales de las personas menores de edad. En ella se dice que esos derechos estarán tutelados por la familia, la sociedad y el Estado. Estas entidades harán primar el interés superior de los niños (incluye niñas) y adolescentes.

Las tres, pero especialmente las autoridades competentes y las familias, tendrán la obligación de asistirles y protegerles para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos fundamentales. La Constitución declara como de alto interés nacional la erradicación del trabajo infantil y de todo tipo de maltrato o violencia contra las personas menores de edad. Y es al Estado a quien precisamente corresponde la protección de los niños y adolescentes contra toda forma de abandono, secuestro, estado de vulnerabilidad, abuso o violencia física, sicológica, moral o sexual, explotación comercial, laboral, económica y trabajos riesgosos.

No podía ser de otro modo. En todo el mundo millones de niños y adolescentes son sometidos, muchas veces con la anuencia o bajo el mandato de sus padres, a los más indecibles formas de explotación sexual y a las peores formas de trabajo infantil.

Sabemos que en el caso de nuestro país, la Procuraduría General recibe anualmente miles de denuncias por delitos como la trata de personas, explotación sexual comercial de menores, pornografía infantil y pedofilia, crecientes casos de incestos y violaciones que se acompañan de horrendos homicidios. Las estadísticas sobre la judicialización de tales hechos o el rescate o la adecuada reincorporación a la sociedad de las víctimas, son borrosas y en ocasiones poco creíbles.

Los mandatos de la Constitución y de las leyes especiales en relación con el tema que nos ocupa se han convertido penosamente en una declaración vergonzosa y estridentemente retórica. Bastaría constatar los hechos de prostitución y abusos de niños y adolescentes en las grandes ciudades de República Dominicana y, de manera creciente, también en las intermedias y zonas rurales.

En ellas operan a sus anchas redes bastante “normalizadas” que ofrecen niños al mejor postor, mientras decenas de adolescentes sirven de enlaces o vendedores de esas formaciones diabólicas. Sobra decir que ellas guardan una estrecha “relación de trabajo” con organizaciones extranjeras dedicadas a la pornografía y prostitución infantil, lo mismo que a la satisfacción de la lucrativa demanda de los pedófilos nacionales y extranjeros. Es una cara mercancía la grabación de imágenes de niños desnudos que son abusados por hombres adultos y obligados a presenciar actos sexuales y ver material pornográfico.

Las autoridades solo actúan, la mayoría de las veces con desgano y de manera harto deficiente, cuando reciben denuncias puntuales o en aquellas ocasiones en que las aterradoras realidades son expuestas de manera descarnada por periodistas valientes y comprometidos. Muchas de esas “autoridades” son parte del intrincado tinglado de un negocio que mueve anualmente a nivel local cientos de millones de pesos y miles de millones de dólares a nivel internacional.

La indiferencia ciudadana -que es lo mismo que decir la complicidad ciudadana-, la venalidad de las autoridades competentes, la connivencia de cientos de familias que virtualmente venden a sus hijas menores a hombres adultos, los niños y adolescentes que ofertan sus cuerpos en casi todas las playas del país a cambio de remuneración o cualquier otra forma de retribución, y la muestra de catálogos de niños, niñas y adolescentes en lugares públicos que incluyen los precios y modalidades de  todos los “servicios sexuales”, son parte de una cotidianidad ignominiosa que abruma, irrita y hace flaquear a los espíritus más osados y firmes.

Ante estas realidades, recrudecidas en los barrios pobres de las grandes ciudades, en los que entre otras situaciones alarmantes niñas de menores de 13 años ofrecen en cualquier esquina sexo oral por 300 pesos, no podemos menos que convenir que más que preceptos constitucionales y leyes especiales, que ya los tenemos en demasía, la nación requiere de autoridades competentes, morales, renovadas, incorruptibles en el cumplimiento de sus obligaciones, debidamente entrenadas y fortalecidas en sus herramientas básicas de trabajo.

El país no puede seguir por la senda de su conversión en un gran burdel tropical en el que los abusos sexuales agravados de menores alcanzan el grado de prácticas permitidas por el silencio y el contubernio o la ineficacia oficial. Las familias desarticuladas, la pobreza extrema y unos medios de comunicación que ensalzan lo material, lo intrascendente, la vulgaridad “musical” ensordecedora y el efecto demostración que suele paralizar las trayectorias fundadas en el trabajo y el ejemplo personal o colectivo, son factores que también tienden a agravar el problema.