Al final de la Edad Media en Europa, en la transición del sistema feudal hacia el capitalismo, surgieron propuestas cuestionadoras y contestarías a nivel socio-cultural, donde el pueblo era el nuevo protagonista, que desafiaba al control de un sistema social que no admitía cuestionamientos, controlado por la iglesia católica y la realeza.
Todo lo que olía a profanación era eliminado y si no se podía, debía entonces de ser “cristianizado”. Eso pasó con el carnaval, pero esta manifestación popular solo cambio de nombre. Sobrevivió su esencia satírica, su dimensión cuestionadora, su capacidad de catarsis, su contenido libertario invisibilizado.
En el contexto político parecía inofensivo porque se sobredimensionó una dimensión de libertinaje, de violación de las buenas costumbres, derroche de diversión licenciosa, cuando en realidad era una burla, una sátira, una crítica al esteticismo y la moral de las elites, donde el pueblo le perdió el respeto, convirtiéndose subliminalmente en una expresión subversiva de denuncias sutiles, pero certeras.
Al vestirse de rey, príncipe, sacerdote, funcionario o monja los sectores populares, era una burla, utilizando la sátira, para desmitificar lo “sagrado” de las élites y mostrar las absurdas diferenciaciones sociales. La exaltación de simbolizaciones populares redefinió los contenidos de las tradiciones, revalorizando a la cultura popular.
El carnaval llegó a nuestro contexto con los colonizadores españoles, marcando su aparición y desarrollo en la ciudad de Santo Domingo, antes de 1520, convirtiéndose en una necesidad para las élites, debido a la ruptura con los controles sociales y la moral hipócrita de la época.
Por esa razón, el carnaval colonial hizo su primera ruptura con la tradición europea de carnestolendas, diversificándose para la diversión de esa élite, realizándose casi todo el año, con festividades que terminaban en carnaval como las fiestas en honor de San Juan Bautista o de las Mercedes; para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad de Santo Domingo, para conmemorar una batalla o la coronación de un monarca en España. ¡El carnaval era el pretexto para la diversión y el ejercicio de la libertad en una sociedad colonial reprimida y represiva!

Por su dimensión de una elite alienada que despreciaba a la población indígena y africana, porque vivía con la nostalgia y las vivencias de la cultura metropolitana española, europea, pero con las necesidades y el contexto de las limitaciones coloniales, los principales personajes del carnavales reproducían a la realeza, a miembros de la iglesia católica, a personajes griegos o del mundo oriental de las mil y una noche, nunca a personajes de la colonia como indígenas o africanos.
El mundo religioso medieval era secuestrador y a nombre de una teología ideologizada definía la interpretación del mundo en complicidad con el poder terrenal, dándole valores a los conceptos y definición a los personajes, por eso en una acción teatralizada en la racionalidad de sus intereses, el diablo, síntesis de la negación, pasó a ser el símbolo de la maldad en los auto sacramentales presentados por la iglesia católica a sus súbditos en determinadas festividades.
En los personajes que asumían vigencia en la magia del carnaval, dada su dimensión de colocar el mundo al revés, el pueblo, en repudio sublimizado a una iglesia católica cómplice de un poder represivo de las élites, como sátira, colocó al personaje representativo del mal, en el centro del carnaval.
De los personajes que nos llegaron de España, en un carnaval criollisado, quedaron vigentes los diablos, la muerte, los gigantes y cabezudos. En nuestro medio, en la dominicanización de esta manifestación cultural, el diablo ha sido escogido también como su personaje central de identidad con los mismos contenidos contestarlos y satíricos que en la metrópolis, siendo transformado e identificado con diversos nombres en cada pueblo: Cajuelo (en vez de Cojuelo), en Santo Domingo, La Vega, etc., Cachúas, en Cabral, los Lechones en Santiago, los Taimacaros en Puerto Plata, etc.
En estos momentos, el carnaval que nos llegó de España no existe más, es una nostalgia para algunos, porque ha sido modificado por la creatividad popular y el aporte de los afrodescendientes, a nivel de personajes, de máscaras, tramas y trajes. En todos los pueblos, han nacido personajes particulares, convertidos con el tiempo en personajes tradicionales de identidad, que no existen en ningún otro carnaval.
Conviven dos expresiones de carnaval que no son contradictorios, sino que se complementan para darle mayor riqueza y diversidad: la tradición y la fantasía. En el carnaval sobrevive el pasado, tiene vigencia el presente y se presiente el futuro. Por eso, persiste un indigenismo sin indios, la presencia del Diablo con otro infierno, la Muerte con otra vida y representaciones de personajes políticos como Fidel, Peña Gómez, Leonel, Hipólito y Balaguer entre otros. Y es tan inmenso, que manifestaciones en procesos de exclusión social como el Gagá o de expresiones de minorías como los Guloyas, adquieren vida en el carnaval.
En el carnaval la fantasía no tiene límites en el imaginario popular, eso sobredimensiona la riqueza y la diversidad del mismo, complementando lo tradicional con la totalidad, como expresión cultural.
Pero en la fantasía ha surgido el “preciosismo” una tenencia de espectáculo que desprecia a las expresiones tradicionales, con dimensiones excluyentes, que pregona que son feas y que lo bello, lo moderno, es el brillo y el costo de los materiales, que nosotros llamamos de “preciosismo”.

Creemos, que lo tradicional define una dimensión del carnaval y que es complementaría con la fantasía, para tener un carnaval más rico y con mayor identidad. ¡Ambas dimensiones, no son excluyentes ni contradictorias sino complementarias!