En naciones desarrolladas, los procesos electorales tienen lugar entre dos, a lo sumo tres candidatos o partidos. En el nuestro, el número crece como la hierba. Por ese camino llegará un momento en que tendremos tantos candidatos como provincias, aunque les suene a exageración. Algunos de esos aspirantes a la presidencia saben a ciencia cierta que sus posibilidades son muy remotas, prácticamente inexistentes. Sin embargo, se aferran a esa aventura electoral conscientes de que en el país eso tiene sus ventajas y se traduce en privilegios y subsidios estatales, aunque, valga la aclaración, no es el caso de todos en el presente proceso.

Para ponerle fin a esa práctica y reglamentar con rigurosidad los procesos electorales, varias naciones han establecido normas muy rígidas de inscripción de candidaturas. Han establecido por ley que aquellos que obtengan menos de una cantidad determinada de votos no podrán postularse de nuevo para ese o cualquier otro cargo público. Es el caso, por ejemplo, de Colombia, donde existe el voto de rechazo. Los candidatos a un puesto que reciben menos del sufragio de repudio jamás pueden aspirar a una postulación para ningún cargo. En nuestro país se ha dado repetidamente el caso de que los votos a favor de un partido y su candidato han sido menos que las firmas de ciudadanos que hicieron posible su reconocimiento por la Junta Central Electoral.

Muchas veces, en el fondo, ciertas candidaturas sólo le hacen el  juego y benefician las aspiraciones personales de pequeños grupos o minúsculos partidos. Otras sólo consiguen disgregar el voto de oposición y restarle espacio a la opción mejor posicionada contra la oferta electoral de un gobierno. Todas ellas reclaman la representatividad de un cambio imposible de lograr sin romper las bases del sistema en una sociedad conservadora, sin poder llegar a explicar en qué realmente consiste ese cambio.