El año pasado, hicimos un descubrimiento interesante en una zona de la costa norte de la isla de Santo Domingo: una tienda donde se venden todo tipo de cuadros y chucherías. Como aún lo tenemos, en la época colonial teníamos tabaco, café y otros cultivos históricos. Una larga crónica podría explicarnos la historia del tabaco en Santo Domingo. Más acá, –también en ese edificio– se venden cigarros que no solo serán utilizados por beisboleros. 

En el libro de Lepelletier de Saint Remy –Santo Domingo, Estudio y Solución Nueva de la Cuestión Haitiana, tomo II, editora de Santo Domingo, 1978–, se nos indica: “según una nota trasmitida por nuestros agentes al departamento de comercio y publicada en el Moniteur, a fin de 1844, habían sido exportados del norte, para Estados Unidos y Europa, más de 25,000 zurrones o balas de tabaco. En la parte sur, donde el cultivo de la caña se ha mantenido con cierta perseverancia, la cría de animales, que se hace como dijimos a gran escala, y la explotación de bosques de caoba, constituyen los recursos principales”. 

Mucho tiempo después, el tabaco no es una broma: lo tenemos de manera profusa en algunos enclaves. Como es bien sabido, todo el proceso de elaboración de los cigarros es artesanal. En los últimos años, uno encuentra entre papeles, los datos de un antepasado que tenía un emprendimiento de tabaco. Ya en la playa, nos imaginamos a un montón de gente fumando puros. Cuando vienen, los turistas quieren experimentar todas las cosas de Santo Domingo. Hace dos días, me encontré con unos turistas que iban al Panteón Nacional de la República, allí en la zona colonial. Pienso que estos no son los fumadores de tabaco. Cómo sabes quienes son los compradores en los hoteles? 

Con los viejos libros en la mano, sabemos que en las playas, los bucaneros y los filibusteros (esos que hacían piratería por su cuenta), fumaban el preciado producto. En esta zona, te dejan mirar las opciones para comprar y uno, que no fuma, tiene que fingir que esta por comprar algo. Con grandes ojos, la muchacha no te mira como sospechoso. Entras y quieres ver todas las opciones. No cabe duda: es una tienda democrática.  

A nuestra manera, hay un pequeño juego entre la muchacha y quien esto escribe. Intento demostrar que sé de tabacos, que sé cuál es mejor puro que otro y así ella me cree, me mira y me deja ser, está como a la espera de que haga mi selección y le diga: “ya está, me llevo estos”. Pero la verdad es la verdad y no me voy a llevar ninguno. La persona que está afuera me espera, me dice que ya nos vamos y que tenemos que ir a comprar otras cosas, que no solo es el tabaco que quiero o que finjo querer. En la costa, esto ocurre en la zona de las Terrenas, en Samaná. Entre otras cosas, sería bueno saber qué cantidad de turistas entran a esta tienda en un año. 

Como miras inmediatamente, comprar algo en fin de año en una zona costera no es lo que uno cree. Uno se refugia en las viejas historias narradas para ver cómo funcionaban las cosas en los tiempos del hato y mucho antes en la colonia, en la época de corso y el contrabando. Se contrabandeaba con mucho: ron, cueros, tabaco, biblias luteranas y cuanto objeto uno puede ver. Lo mágico de todo aquello –que fue cronometrado con maestría por el historiador Peña Batlle–, es que uno cuando entra al canje no sabe con qué va a salir. Como muchos otros, estos números tienen que estar en algún archivo bien cuidado.  

Como se siente en la costa, esa intención de ir a comprarlo todo es como mágica también. No solo café, tabaco, ron y carnes para ser cocinadas en un bucán, allí mismo donde los bucaneros cocían sus cosas. Transcurridos todos estos años, uno puede decir que el fenómeno de la colonia fue un asunto de supervivencia. Producías lo que necesitabas. Como otros al mar, entrabas al monte para hallar vacas. Como dicen viejas historias, era la aventura de cada día.  

En una larga historia, se puede decir la verdad: los que venían a la costa tenían la intención de “darse su tabaco” porque este funciona como el alcohol. Tiene una nota muy alta, al menos cuando se mastica. Masticadores de tabaco son los beisbolistas, a los que se les ha dejado ese placer. 

Decía Tolstoi: “Fumar cigarros no es solo un placer sino el mejor de los placeres”. En otro asunto, ya en la comarca, uno intenta descubrir quiénes son los pescadores, al menos ese que tiene un largo problema con una autoridad del pueblito. El pescador nos habla de una mujer poderosa. Entre otras cosas, queremos decirle que no tiene por qué tener temor de entrar al mar cada día. Somos “habitantes de la costa”.    

Sobre la situación más temprana a 1844, dice Lepelletier de Saint Remy: “Desde 1825, la agricultura no ha hecho ningún progreso; las producciones que piden al mismo tiempo trabajo y cuidado son abandonadas poco a poco, tal es la caña de azúcar, por ejemplo. La caña de azúcar no se cultiva más que para lo que se llama tafia. El cultivo que no pide sino cuidado, el café, por ejemplo, se encuentra en un estado poco floreciente; el árbol del café es poco o mal cortado; la savia se agota por los parásitos. El grano es mal recogido; la tierra y la grava que se encuentran mezcladas con él se estiman a veces en un décimo del peso (…) los grandes productos de la antigua colonia de Santo Domingo eran el azúcar y el café; pero entonces la colonia se encontraba bajo el sistema de la gran propiedad”. Muy perspicaz, alguno pregunta cuándo fueron los picos más altos de industrialización del azúcar, por ejemplo. Como sabemos hoy, todos estos números están en los archivos. 

Buceando más profundo en los hechos, uno imagina que se entendía que en la colonia era mejor trabajar bajo los efectos de algo: ya bien fuera tabaco, o ron. Pero hay que tener en cuenta algo: los “historiadores del ron” están como ausentes, y no nos dicen algunos cuáles eran las discusiones que se armaban por algunos intoxicados borrachos y algunos términos de trabajo fijados en las plantaciones. Había gente que no trabajaba debido a la ingesta de alcohol? Cómo esperaban el final de año? No teníamos emails en la colonia. 

Muchos años más tarde, sería interesante que se transcribiera –hubiera sido interesante–, lo que decían esos nuevos desafiadores del establishment solo por tener bajo su cuerpo, inoculado, una gran cantidad de alcohol. En sus negocios, como se muestra en algunos libros, los piratas tenían una sola fe: la de irse forrados de fortuna hacia Europa. Los más sedientos no se saben cuáles eran, pero si los más temibles, los que, en otras partes, han sido cronometrados. Tenemos nombres que pueden ser considerados lideres: Du Casse, De Fontenay, D’Oregon y otros. Como en otros siglos, era un tiempo complejo en la colonia.

En el último año, los que han venido a este sitio en la costa donde la muchacha atiende tienen claro que todo está bien diseñado. Lo mismo ocurre con el gran supermercado que está en el pueblo, un signo del desarrollo de la zona. Como le dije a alguien, tenemos todo en todas partes, aunque algunos pueblitos –en otra parte de la costa–, se mantienen virginales. Entre otros tamaños y diseños, puedes encontrar algunas tiendas verdaderamente grandes. 

En una mañana de compra, puedes hallar allí cualquier cosa que se te antoje. Uno mira los que llegaron a ese restaurant y que son descendientes de D’Oregon, ese pirata que gobernó la islita pequeña que está a un paso en los límites marítimos de Haití. Con un viejo mapa en las manos, queremos ir a la pequeña isla, pero hay nada. No encontrarás allí los tesoros que crees. En esa islita, encontrarás playas pero eso no es lo único que quieres encontrar. Como los viejos conquistadores, quieres oro.   

Casi en el mar, uno de los pequeños marineros, hábil en su oficio, me dice que esa política los tiene “a coger la loma”, nunca mejor dicho. De lo que se trata es de estar en el mar, algo consustancial a sus vidas. Como saben algunos investigadores, en otros lugares de la Isla de Santo Domingo se dan otros fenómenos: la pesca es algo que está metida hasta el tuétano entre nuestros modos de vida, aunque algunos dicen “que vivimos de espaldas al mar”. Más libres que un pájaro, no quieren problemas políticos en sus vidas. 

Ahí viene la frase entonces de un campesino dominicano que cuando llegó a Santo Domingo, “donde se hacen los cheques”, y fue llevado a conocer el mar, mirando la vasta extensión azul, dijo las singulares palabras: cuánta agua desperdiciada!