Debió ser en algún momento de la década del ’50 cuando la tía Lala, que hoy tiene una edad imprecisa, entre 70 y 80 años, viajó “pai pueblo” a sacar su cédula o “palmita”.
“Ei pueblo” era Santiago, cuando la cédula se expedía (según mi mamá) en una oficina de la calle Benito Monción, muy cerca de la Catedral y del Mercado, que estaban ambos donde hoy se encuentran.
Esa era, probablemente, la segunda o tercera vez en su vida, que la joven Ana Altagracia, (Lala), viajaba a la ciudad, en la que todo le resultaba extraordinario y en la que en cualquier momento podía ocurrir algo maravilloso o terrible. Para la ingenua campesina, Santiago era un enigma, de códigos extravagantes, donde acontecían hechos inesperados, de significados misteriosos.
Aunque “El Guano”, la comunidad rural en la que vivía Lala está bastante cerca (hoy se puede considerar casi como un barrio más de la zona Sur de Santiago), en aquella época, la travesía no era tan frecuente y para una jovencita, que debía tejer cientos de canastos de palma y guano para comprar un vestido, viajar al pueblo, era poco menos que una expedición a la Luna.
Mi mamá y la tía Lala no se ponen de acuerdo en cómo se hizo el viaje. Mami dice que fue a pie o en burro y la tía Lala asegura que fue en un Jeep (de los ”Willy”, de la Segunda Guerra Mundial). Mami asegura que no pudo ser en un Jeep, porque el pasaje, que costaba unos centavos, resultaba demasiado caro, pero la tía Lala recuerda hasta el vestido -con su cretona- y los zapatos blancos de “puya” que llevaba puestos, y asegura que con ese atuendo -el ventiúnico para las ocasiones especiales- ella ni caminaría a pie, ni se montaría en burro.
Llegada a la ciudad fue a resolver la diligencia prevista: sacar la cédula. Ahí encontró una larga fila de personas y ella se colocó en la cola. Al poco rato llegó un señor, cargado con una canasta en la que habían unas fundas, cada una con una ración de pan y queso, que ofrecía a quienes se encontraban allí, esperando su turno.
A la tía, que aceptó inmediatamente el brindis, aquella esplendidez le pareció la confirmación definitiva de que en el “pueblo” ocurrían acontecimientos portentosos, lo que se vio ratificado por el desinterés del resto de los presentes, quienes rechazaron aquellos manjares ofrecidos de forma tan oportuna y con tanta amabilidad.
El señor de la canasta volvió a pasar varias veces más por el lado de la joven Lala, que en cada ocasión tomó una fundita con pan y queso, no sin ruborizarse cada vez, al ser la única que parecía receptiva a tan finas atenciones, pero en la lucha interna entre la tentación y la timidez venció el hambre.
Después de comerse no menos de seis panes con sus correspondientes trozos de queso -unos panes y un queso buenísimos, que ya no los hacen- con lo que se mermó considerablemente el contenido de la canasta, el señor finalmente le dijo a Lala que le pagara, porque él tenia que irse. La joven abrió los ojos como dos platos:
-Pero ¿pagai qué?
-Lo que se comió, lo pane y ei queso.
-Uté me lo brindó…
-Yo no he brindao ná, yo toy vendiendo. Buque lo cuaito…
-¿Qué cuaito? Yo no tengo. Yo no he pedío ná, uté vino y me lo dio…
-¡Págueme que yo vivo de eto! ¿Dónde se ha vito que a naiden le den pan y queso en la calle…?
-¡Ah! Po uté tenía que decime que era de venta y no de regalo…
En fin, el problema se zanjó con la mediación del chofer del Jeep Willy, quien se hizo garante de la astronómica deuda, ascendente a unos 12 ó 15 centavos, en la que inadvertidamente había incurrido Lala. Esta se comprometió a vender su única propiedad personal de cierto valor, un puerquito, para pagar los panes, cosa que efectivamente hizo.
Desde entonces, hasta hoy, la tía ha procurado mantenerse lo más alejada posible de todo lo que tenga que ver con burocracias y registros civiles, ya que siempre que se acerca por alguna de las oficinas donde tienen lugar ese clase de cuestiones, le ocurre alguna desgracia onerosa.
Por estos días está que le dan un machetazo y no bota una gota de sangre. Después de darle muchas vueltas y sin superar sus malos presentimientos, recientemente, quiso renovar la cédula y, al parecer, resulta que las actas de nacimiento de que dispone no tienen validez -las actas de nacimiento dominicanas son las únicas en el mundo que tienen fecha de caducidad, como si fueran latas de Pica-pica y usos predeterminados- y que los originales desaparecieron en un fuego que afectó a la oficialía civil donde esos documentos estaban archivados. Es de imaginar que el asunto puede resolverse gastando dinero, tiempo y paciencia, justo los tres recursos que menos le sobran a la tía.
Por si fuera poco, y ante la espantosa amenaza de que la familia Pérez-Alonzo-Guzmán-Fernández no pueda probar fehacientemente la rancia solera de su auténtica domicanidad, derivada de las mascadas de tabaco del tataratataratatarabuelo ¿español?, me he puesto a organizar los documentos a mi alcance y he hecho unos descubrimientos que son para desternillarse de la risa.
Tanto la tía Lala como la tía Elesticia se casaron en La Catedral de Santiago. La tía Lala se casó con su primo segundo, José Epifanio Alonzo, el tío Checo, quien a la postre sería el padre de sus siete hijos y la tía Elesticia se casó con José Portes, el tío Portes, quien sería el padre de sus cuatro hijos. Sin embargo, en las actas de matrimonio hay un pequeño trastrueque y la tía Lala aparece casada con Portes, mientras la tía Elesticia aparece casada con Checo…Jajajajajaja!
No consigo imaginar en qué estatus legal deja eso a los hijos de ambos matrimonios y no me atrevo a notificarle los datos a las tías, pero daría lo que no tengo, por ver de cerca la esmerada verificación que está haciendo el gobierno para depurar documentos y descartar como dominicanos a quienes tengan errores, incongruencias o “falsedades” deliberadas o casuales en sus registros civiles.
Por lo pronto, con la tía Lala no pueden contar como dominicana. No, ella no va a volver a vender un puerco para pagar panes.