La corrupción, como deconstrucción de un comportamiento socialmente lesivo, normalmente tiene su origen en un exceso de poder e información. Esto, acompañado con la toma de decisión centralizada, genera un vacío de veeduría que puede seducir hasta a los más pulcros actores.

Por ello, desconfiando de la naturaleza humana, la clave para ir paulatinamente desmontando esta estructura infectada de malas prácticas debe iniciar por la de atacar las bases mismas de los procesos internos de todas las instituciones públicas.

Y es que en nuestro ordenamiento público se generan, con el tiempo, engranajes que – ya sea por la distribución o los remanentes administrativos que le componen – reproducen la teoría reproductiva de la psicología de la Gestalt, donde se reiteran las fórmulas que hasta ese momento han rendido frutos, a veces sin culpa, y casi siempre por costumbre.

Es por todo lo anterior que se genera una reducción del riesgo moral perceptible en el razonamiento de quienes operan, directa o indirectamente, el órgano corrupto. Lo que en el sector privado podría generar una gran vergüenza, en el sector público se diluye entre los diferentes actores.

La razón es que, durante décadas, el sector público ha aprendido a funcionar bajo un esquema ineficiente de combustión, mientras en el ámbito privado se lucha por eficientizar constantemente los procesos, eliminando el arrastre y la fricción, pues al final del día, maximizar los beneficios dependerá de qué tan bien funcione esa maquinaria. En el sector público, eficiente o no, los actores tienen asegurados sus ingresos.

Entonces, sería interesante evaluar la pertinencia de impregnar el sector público de prácticas eficientes provenientes del sector privado. Instaurar modelos de control basados no solo en la detección y sanción de comportamientos comprometedores, sino promover un sistema de valores progresivo y capitalizable, con metas de efectividad, y todo con enfoque en la eficiencia y la moralidad. Que cada actor tenga la posibilidad de ampliar su marco de beneficios según su progreso dentro de la administración, y así, pueda repudiar las malas prácticas basándose en un modelo moralista de retribución compensatoria.

Y es que, como bien explican Anechiarico y Jacobs en “The Pursuit of Absolute Integrity”, las medidas que buscan combatir la corrupción tienden a atacar, de refilón, la operatividad misma del engranaje administrativo, sacrificando su eficiencia sin eliminar realmente el mal perseguido.

Y sobre los controles anticorrupción, la supervisión ciudadana es la primera línea de defensa. Por esto, promover la transparencia es imprescindible para destruir esa teoría del “pie invisible” de Lambsdorff, donde actores deshonestos dirigen precariamente los departamentos que pretenden erradicar la práctica.

Un estado transparente, descentralizado y eficiente, con tiempo y apoyo de los ciudadanos, podrá generar la costumbre de repudiar la corrupción, al principio por vergüenza, pero luego por valorar la moralidad de las acciones más que el beneficio inmediato del comportamiento antijuridico.

Ante un nuevo capítulo de la vida política de nuestro país, y bajo la premisa de que muchos de los actores ya anunciados provienen de prácticas privadas de reconocido éxito, es imposible ignorar que estaremos frente a una evolución de impacto en todo el engranaje público. Será interesante – desde el punto de vista social – ver cómo chocarán estos dos universos. La esperanza ha sido renovada, pues independientemente de quien apoyaba o no a un partido u otro, lo que sí pudo evidenciarse es que la sanción democrática de las malas prácticas institucionales es, en su naturaleza, catalizador de cambio y generadora de voluntad.