Sentado frente a la ashihara con la punta de los dedos congeladas tecleo una cédula preinformativa de un tiempo de sal y océano. El lugar es Cabarete o quiere serlo. Hay bares y discotecas y chiringuitos llenos de individuos chéveres. Ahí están todos, siendo perfectos, admirando sus propios atributos y deseando cuerpos que complementen sus bondades. La generación del hastío. Están con su presa pero mirando la del prójimo, programándose para una próxima cacería. Tecleo y tecleo mientras afuera la nieve no cesa. Aparece frente a la consola el holograma de un viejo sentado en una esquina frente a una cerveza observando todo el meneo como si viera un especial de Discovery Channel. Sonríe pensando en pretérito y en ocasiones, cuando va por la cuarta fría se desea veinte años menos para saltar encima de una de dieciocho o porqué no, dos, en un cuarto de hotel de este paraíso caribeño. Sigo tecleando como si las neuronas bailaran solas y aparece la curvatura de unos senos, pantaletas de Benetton… Sí, pudiese masturbarme pensando en eso pero en mí hay nomás que deseo pero no dureza. Aquí la nada, el consuelo podrido de pedir otra cerveza más, tomar un cigarrillo arrugado del fondo del paquete y fumar hasta que el cuerpo aguante. Y mientras ahí está la juventud, el futuro de esta patria heroica de cuadernos Eco. Las caras de los patriotas se veían ahí, te las encontrabas en todos los libros, en las paredes revolucionarias, en tiempos de la era romántica con una juventud llena de valor y fusiles. De esos muchachos y muchachas que colocaban el pecho al aire para recibir trabucazos soñando con libertades, carteles que sugirieran afuera yanquis, fuera el FMI, cosas así. Esas fotografías que veías en los recortes de periódicos que la abuela tenía bajo la cama, y que lloraba de rabia o de pena cada vez que los desempolvaba, los acariciaba, como si pasándole las manos les aliviara el dolor de tener que entender, soportar, aceptar que por todo lo que lucharon se ha vuelto agua y sal. Me siento tan sucio porque tantas veces fui un bellaco fino con una copa en la mano, yo fui el tipo que aceleraba en las avenidas para que las muchachas me miraran y los tipos me envidiaran, yo fui el padre que firmó el cheque que compró el Mercedes que desgranó al guachimán que iba para su casa en un motor prestado, yo fui la madre que apoyó y miró todo y solo pensó en un tratamiento nuevo que tienen en el salón mi amor y fui la que dije sí mi hijo y pasé la tarjeta de crédito, yo fui la novia que me acosté contigo motivada por el sonido del veryphone, yo firmé el voucher, yo fui la madre, la puta, el hermano, el tirano, el quebrantador de tus huesos preciosos, y soy ese viejo decrépito con disfunción eréctil que pide la quinta cerveza y escribe poemas en servilletas con lapiceros prestados. O soy el escritor lejano que desde su ashihara dice presente frente a una matrix desordenada. Una poesía que nadie leerá, una poesía de vitrina, de nuestra insuficiente desnudez, de hielo quebrado, de modelo viviente, de fragmentos de un jazz que vendrá, destinado a adornar las esquinas telaráñicas de mansiones venidas a menos, un jazz como un golpe de poesía móvil, poesía fronteriza que no despertará pueblos pero rellenará tu costilla como maraña inútil de un viejo sentado en la esquina de la vieja poesía que vendrá.