“Esta noche vendré a cenar contigo”- decía el mensaje electrónico.

¡Ay mamacita, tengo que ir al colmado ahora mismo!-dijo Carmela Díaz- este

hombre no juega y tengo que prepararle la cena.

De repente descubrió tres nuevas arrugas en el entrecejo y se las camufló a golpe del maquillaje barato que llevaba escondido en su monedero.

“¡Escóndanse, carijo”- exclamó- toy viejuca pero no e pa tanto”.

Se encasquetó el viejo abrigo gris que había comprado en la Salvation Army y empaquetó su figura de alfiler andante, envolviéndose en la bufanda que le había regalado Florinda Domínguez, su compañera de trabajo el año pasado. Ambas limpiaban casas y se ganaban $75 dólares por día en Staten Island.

-“Ojalá que esta cena no me salga muy cara”- murmuró entre dientes, mientras abría y cerraba su monedero que protestó de manera brusca, como si lo hubiera contagiado el friito navideño-¡rrr!- y ella le cerró el pico de un sopetazo-¡riap!

– “¿Tendrán almas las cosas como parece que no tenemos los seres humanos?”- se preguntó en voz alta, y como si algún “jihadista moderado” amigo de Barack Hussein Soetoro Obama la estuviera escuchando escondido entre los árboles.

– “Iré a pie como las ánimas”- invocó la mujer- mientras le echaba manos a su viejo carrito de compras todo destartalado.

-¡Virgen de los talibanes!- gritó- para que la oyera todo el vecindario- ¡El cartero no ha pasado!

El buzón de las cartas tenía la lengua afuera como si se burlara de todos los vecinos del barrio y diciembre era el  rey de las hojas secas que se desprendían en múltiples colores en una carrera desbocada disputándose el otoño. El sol colgaba del firmamento como un trapecista de circo bailando su última danza.

-“¡Que me persigan todos los santos y los ángeles me alcancen!”- invocó- convertida en  una monja loca cruzando aquel barrio repleto de asaltantes.

Como en todas partes del mundo, a los pobres son siempre a los que asaltan. Legal o ilegalmente, pero siempre los asaltan y los engañan.

El carrito de compras chirriaba-ring-ring-riáng- un viejito sin dientes protestando por la forma rústica con que Carmela Díaz lo arrastraba por el pavimento.

-“¡Cállate la boca y corre! No quiero que caigamos en manos de ningún maleante”.

La protesta del carrito duró las cinco cuadras que separaba a Carmela del colmado más cercano a su casa.

El miedo hace siempre el milagro que la artritis crónica no puede remediar con medicinas. Es parecido al milagro de cada diciembre, cuando la gente continúa viajando, a pesar de que los aeropuertos se han convertido en perfectas cárceles internacionales después del estado de sitio de París y de San Francisco. Cada vez que este tipo de tragedias se repite, más gente viaja. Es como huyéndole al terror generalizado que los hace buscar consolación entre sus familiares.

Carmela Díaz zanqueó la distancia en doce minutos exactos, como una campeona olímpica y llegó acezando al colmado.

-Bon jour, cherie- la saludó Maríe Florén, la cajera haitiana, al verla entrar jadeando, convertida en una gacela africana.

-Buenas tardes, querida amiga. Esta noche él vendrá a cenar conmigo y debo estar presentable. ¡Por fin cumplirá su promesa!”- añadió sonriendo.

Estas dos mujeres, en Santo Domingo jamás se hubieran dirigido la palabra, pero en el exilio de la diáspora en que ambas vivían, se habían hecho dos grandes amigas. Maríe Florén hablaba una mezcla entre creole, inglés y el dominikén cibaeño.

-Ma cherí, kompran aujourduí de tó icí (hoy puedes comprar de todo aquí).

-Sí, pero él no comé de ná- le contestó Carmela-él namá comé ensalá.

– Tonce kompran petí salé (cómprale entonces un arenque).

-¡Virgen de la Altagracia y San José bendito! Él no comé de ná matáo ni saláo.

Un pavito buterbol de cinco libras la esperaba en la vitrina, mientras don Luciano, el carnicero, le sonreía de oreja a oreja como un jefe de la camorra siciliana.

-íBon Natale, cara mía!- saludó don Luciano, quien, además, era el dueño.

-“Riguarda, quí sono le patate dolce e la salsa cacetori”- le indicó- mientras le mostraba las nueces frescas y el salami acabadas de llegar de Italia.

-¡Por fin vendrá a comé eta noche conmigo- dijo Carmela Díaz.

Después de darle dos vueltas al supermercadito, volvió donde se encontraba su amiga haitiana quien, en ese instante entablaba una conversación con una familia que acababa de llegar de Haití, vía Miami, con un niño de dos años a cuestas.

-Ma cherí, eto no tené na que comé eta navidá. No tené ná caliente ce soir pa comé. Vamo da una petí limonita au nom bon-Dié (démosle una limosnita en nombre de Dios). 

A Carmela Díaz se le removieron las tripas y se acordó de su familia allá en Villa Tapia, donde había siempre má plátano quel diablo y, en un arranque de generosidad le entregó el carrito repleto de turrones de Alicante, con el pavito butterbol en el medio de las viandas, la sidra y las nueces traídas de Italia.

-Utede lo necesitan má que yo-les dijo- que tengan una muy felice navidade.

La familia haitiana, un hombre joven, su mujer, Eloise, con su hijo de dos años a cuestas, no lo podían creer.

-Dominikén bon moun (los dominicanos son buena gente).

-Mercí, mercí bien-contestó Carmela Díaz sonriendo, como si estuviera en Port aux-Prince y hablara creole.

¡Qué pequeño es el mundo! Gente que en sus territorios respectivos y en su sano juicio ni se dirigen la palabra, fuera de la isla se tratan como hermanos. ¡Ce est la vie! (¡Así es la vida!).

Carmela le dio un besito de despedida a su carrito de rueditas chuecas y al pavito butterbol y se disparó hacia la salida del colmado, después de desearle a todos en creole un Jwayé Nwél (Felices Navidades) y emprendió de nuevo su carrera desenfrenada hacia su casa.

Al llegar acezando a la entrada vio que el buzón ya no tenía la lengua afuera como un perro con rabia riéndose de todo el vecindario, señal de que había pasado el cartero. Con manos temblorosas lo abrió y encontró la tarjeta.

-¿Que irá él a decir ahora de mí?-se preguntó en voz alta, mientras a sus ojos se asomaban dos furtivas lágrimas.

-Cena o no cena, si él viene nada ha de pasarme-musitó Carmela Díaz, mientras notaba que, al pasar por el espejo de la entrada, las tres arrugas de su cara habían desaparecido como por arte de magia.

Entonces abrió la tarjeta de Navidad, después de quitarse el viejo abrigo gris que había comprado en la Salvation Army y de colgarlo del gancho de la entrada. Mojándose los labios con las lágrimas que caían a borbotones de sus ojos, leyó la tarjeta en voz alta:

“Gracias por el pavito buterbol, los vegetales, las batatas dulces, los turrones de Alicante y la sidra asturiana. Estaban deliciosos.  Lo que haces por los más necesitados siempre lo haces por mí”.

La carta la firmaba un tal Jesús de Nazaret.