Del Canciller Haitiano ya se sabía que es un adicto a la mentira.  Es una adicción tan grave y aberrante como el alcoholismo, la ludopatía o la cleptomanía.

El señor Paul Lembert ya había dejado buena evidencia de ello cuando compareció en la asamblea de la OEA y con un descaro inaudito tachó de deportación la salida voluntaria del país de sus compatriotas indocumentados, mayoritariamente porque su gobierno no les facilitó sus papeles de identidad, víctimas de supuestos abusos que contrastaron con el clima de seguridad y facilidades que les otorgó el gobierno dominicano.

Lo siguió demostrando cuando sirviendo de caja de resonancia al señor Michel Martelly, repitió la frase con que este quiso dramatizar el hecho,  argumentando que el retorno de los indocumentados, apenas una pequeñísima parte de los haitianos que han encontrado acogida aquí, iba a crear nada menos que “una crisis humanitaria en la región”, algo que acaba de desmentir de manera categórica la embajadora norteamericana en Haití, Pamela Ann White, después de visitar la frontera.

Continuó con el ejercicio de la mentira cuando de la manera más desvergonzada dijo que no hay estudiantes haitianos cursando carreras en República Dominicana, cuando según reconoce la propia UNESCO su número representa el 66 por ciento de la totalidad de los alumnos extranjeros registrados en 23 universidades del país.  De paso silenció el hecho de que a raíz del trágico seísmo que arrasó gran parte de la ciudad de Puerto Príncipe, el gobierno del Presidente Leonel Fernández  donó a Haití una universidad que no sabemos realmente que uso y destino le han dado.

No contento con tantas falsedades y desmentidos, el señor Lambert acaba de ponerle la tapa al pomo, al recibir una escuálida demostración hostil contra el país que recorrió varias calles de su  todavía semidevastada capital y que apenas pudo reclutar unos dos mil manifestantes, cuando respondiendo a declaraciones de nuestro Canciller de que no se reanudaría el diálogo con las autoridades haitianas mientras no se excusaran por la sucia campaña de descrédito contra la República Dominicana,  declaró con insólita desfachatez “es difícil pedir a las víctimas que se disculpen con sus torturadores”.

Es el último, más falaz y canallesco epíteto lanzado contra el país y el pueblo dominicano, donde tienen acogida, trabajan y conviven cientos de miles de sus compatriotas que representan la segunda fuente más importante de remesas en dólares que recibe Haití.  Una evidente demostración del odio y resentimiento que le suda a través de todos los poros contra el vecino que ha sido solidario en sus horas difíciles.

Si el señor Canciller de Haití quiere identificar a los torturadores de su pueblo no tiene que echar la vista tan lejos hacia este lado de la frontera, le basta con mirar a su alrededor, quizás mirarse también en el espejo,  para encontrar los verdaderos responsables de la angustiosa miseria, atraso, degradación y desesperanza de quienes se ven obligados a emigrar de su suelo porque nacieron en un Estado fallido, de tierra arrasada, minado por la corrupción, la injusticia y la explotación.

Lambert, quien es reflejo y eco de su jefe Martelly, cierra toda posibilidad inmediata de reconciliación, coexistencia pacífica y respetuosa, diálogo civilizado y sincero y cooperación inteligente en beneficio de ambos pueblos. Pese a todo,  esta debe seguir siendo la consigna y aspiración del gobierno y del pueblo dominicanos y la opción por la que debemos trabajar, aunque es evidente que  para lograrlo tendremos que esperar otros tiempos y otras figuras con el suficiente grado de honestidad para no falsear la verdad.