El niño de siete años miró sorprendido a su padre, después de recibir la noticia de la renuncia del papa Benedicto XVI. Con el asombro que estimula al filosofar, el chiquillo preguntó: ¿Pero cómo puede renunciar el papa? ¿Deja de representar a Dios?
En las preguntas de este niño quedan implícitos cuestionamientos filosóficos y teológicos: Si como predica la Iglesia Católica un papa es el vicario de Cristo, ¿puede renunciarse a esta condición sin socavar los fundamentos teológicos de la sucesión eclesial? Si la elección del papa tiene un fundamento espiritual, ¿su abdicación no implica el cuestionamiento a la fuente de su elección? ¿Es sostenible desde el punto de vista teológico la existencia de una cadena magisterial de naturaleza espiritual si puede romperse por un acto voluntario tan convencional como la renuncia del jefe de una empresa?
Aunque el derecho canónico contempla la abdicación papal, la misma historia de la Iglesia Católica convierte dicha dimisión en algo menos que una extraordinaria anomalía. En los más de 20 siglos de historia eclesial solo cuatro papas anteriores a Benedicto XVI optaron por la renuncia: San Ponciano, San Silverio, Celestino V y Gregorio XII. En la mayoría de los casos, la dimisión fue más bien provocada por factores socio-políticos que por un acto voluntario del jerarca.
En la entrevista realizada por el periodista Peter Seewald al papa Benedicto XVI, publicada con el título Luz del mundo en el año 2010, el jefe de la Iglesia respondió a la pregunta de si era posible la renuncia de un pontífice. La respuesta no deja lugar a dudas: “Cuando un Papa es consciente de no estar física, mental y espiritualmente en posición de realizar el encargo encomendado, entonces tiene el derecho, y en alguna circunstancia, también la obligación de dimitir”.
Sin embargo, los pronunciamientos relacionados con la agonía de Juan Pablo II se erigen como cuestionadores de la sostenibilidad teológica de la renuncia papal.
Cuando el deterioro físico del anterior pontífice estimuló el llamado a una posible dimisión, Juan Pablo II respondió de modo tajante: “Cristo no se bajó de la cruz”.
Recientemente, el arzobispo de Cracovia y secretario de Juan Pablo II durante unas cuatro décadas, Stanislaw Dziwisz, retomó la idea del antecesor de Benedicto XVI señalando que aquel había cumplido su misión hasta el final como producto de su fe.
Esta expresión puede interpretarse como un cuestionamiento al carácter y espiritualidad del actual pontífice, pero más allá de la valoración individual de la decisión lo que está en juego en el debate es el problema de si la permanencia o no de un pontífice al mando de la Iglesia Católica depende más de sus convicciones personales y rasgos de personalidad que del significado religioso que fundamenta su elección.
Dentro de la Iglesia Católica se ha argumentado que la dimisión papal no es nada extraordinario, pues un pontífice está sometido a los mismos condicionamientos que todos los demás seres humanos.
El problema es que la misma Iglesia entiende que su función no es exclusivamente humana, pues sostiene que su fundamento es de raíz divina. No es casual que en torno a la figura papal se haya construido un imaginario cargado de misterio y sacralidad. ¿No es este imaginario el que ahora queda notablemente socavado?
El problema se complejiza aún más si los motivos de la renuncia no son los señalados oficialmente y se encuentran relacionados con los conflictos entre las facciones que operan en el interior del Vaticano, los escándalos de corrupción y pedofilia, los abusos de poder, la hipocresía y los desvíos recientemente denunciados por el mismo pontífice en una de sus últimas presentaciones públicas. Pues si estos son los factores determinantes de la abdicación, ¿no está en cuestionamiento además del fundamento teológico del papado, la viabilidad de la empresa misma que la Iglesia Católica dice encarnar?