El mal siempre ha sido un misterio y un enigma que ha cautivado tanto a la reflexión racional como a las sabidurías antiguas en sus expresiones narrativas y míticas. La pregunta de alguna manera ha sido la misma: ¿por qué existe el mal? Paul Ricoeur, en un hermoso ensayo titulado “El mal: un desafío a la filosofía y a la teología” (Lectures 3, Aus frontières de la philosophie) cambia la pregunta por el mal hacia la cuestión del sufrimiento, bien sea infringido o padecido.

Aunque ambas cuestiones están bien relacionadas, son distintas. La pregunta por el mal adquiere unos matices antropológicos y metafísicos que rebasan los contornos del pensamiento lógico. El mal aparece a la razón interpretativa como una realidad absoluta que trasgrede y traspasa cualquier esfuerzo de coherencia lógica. Da la sensación de que el mal, no importa que esté bien estructurado y sistematizado en cualquiera de sus manifestaciones, en sí mismo su existencia rompe con la lógica del pensamiento racional. Un poco a la manera de Sócrates sigue habitando en nosotros aquella vieja idea de que el mal es ignorancia. San Agustín de Hipona, como heredero del helenismo neoplatónico de Plotino, añade al mal, por un lado, la ausencia de luz (y sabemos que la “luz” es el símbolo del conocimiento); por el otro, añade al mal un exceso de materia, un apego radical a lo “bajo” impidiendo la elevación del alma hacia las “alturas” (tal vez en otro momento hable un poco de este esquema cultural: lo bajo y lo alto, lo malo y lo bueno).

Desde esta lógica interpretativa es que la filósofa judía Hannah Arendt nos habla de la banalidad del mal. Parafraseando su ensayo “Eichmann en Jerusalén” dirá que la ausencia de pensamiento, en términos de formulación de un juicio práctico, lleva al ser humano a realizar los actos más atroces contra otros seres humanos. Sin importar la posición desde la cual analicemos el problema del mal, el pensamiento lógico jamás dará cuenta de tal realidad.

Ahora bien, queda la cuestión del sufrimiento. ¿Por qué hablar de sufrimiento y no del mal? Si el mal es una abstracción metafísica que intenta acoger una compleja y variada realidad de manifestaciones, el sufrimiento es una realidad concreta y contextualizada que declara a un agente (de carne y hueso) y un alguien (individual o colectivo) que padece la acción en su cuerpo o en su persona. En el sufrimiento la víctima y victimario no son anónimos, están encarnados y, por lo tanto, son identificables. Esta identificación de los agentes-pacientes permite atribuir a cada uno, desde una perspectiva moral y ética, una serie de cualidades morales y sociopsicológicas. Aquí es cuando la realidad del sufrimiento trae al encuentro con el rostro del otro que clama por mi auxilio y al cual debo prestar mi ayuda en términos humanitarios.

El mal no tiene rostro, el sufrimiento sí que lo tiene. El que sufre es de carne y hueso y este angustiado es el que clama en viva voz por mí. El rostro que sufre es quien me dice “ven en mi auxilio”. La parábola del buen samaritano es fehaciente al respecto: yo me hago prójimo del sufriente, del caído.

Esta disquisición sobre el mal y el sufrimiento se hace a propósito de una perplejidad: nos enfocamos demasiado en el victimario y olvidamos a la víctima. La justicia reparadora obliga a hacer elección por la víctima, pero sin dejar de imputar al victimario toda la responsabilidad de sus actos. Esta centralidad del victimario y el posterior olvido de la víctima es el resultado de un esfuerzo del razonamiento lógico para hacer inteligible el fenómeno del mal. Esto es admirable cognoscitivamente, pero debemos someterlo a sospecha. La hipostasión de una realidad como el mal no debe llevar en ningún momento al olvido del que padece y sufre y que, desde su condición, lo más real que puede ser la realidad, clama a viva voz por mí.

La necesaria sospecha sobre el problema del mal debe llevarnos a dilucidar, desde cualquiera que sea mi posición y mi estado, cómo puedo aliviar la pesada carga del que sufre en este momento y que clama angustiante por mi auxilio.