Siempre he admirado la metáfora que aparece en el Génesis en torno a la capacidad de obrar mal en el ser humano. La imagen es la de que el mal siempre está a la puerta (Gn 4, 7), al acecho, para salir en el momento más inesperado o para salir por efecto de una intención deseada. Es responsabilidad nuestra dominarle, estar alertas para dejarlo allí, donde pertenece y donde ha estado siempre por alguna razón. En este sentido, el mal es una responsabilidad personal y como tal compete a cada uno reprimirlo y doblegarlo. Una vez doblegado, dice el texto bíblico, podrás enaltecer el rostro; de lo contrario, tendrás el rostro abatido.

Para doblegar el mal, que es posibilidad mía y solo mía, hay variadas estrategias en la historia de la humanidad. La narrativa de estas estrategias es la historia del éxito y del fracaso en la lucha contra el mal y el sufrimiento infligido. Por ejemplo, los griegos apostaron por el cultivo del alma como remedio individual y por la observancia de la ley como remedio colectivo. La dialéctica entre ambos remedios es necesaria: cuando las estrategias individuales no funcionan, la sociedad se impone para persuadir a sus miembros de que tal conducta es punible; cometido, procura resarcir de algún modo a la víctima del mal infligido.

Centrémonos ahora en el ejercicio personal de cuidado de sí como estrategia individual contra el mal. Lo primero que advierto es la conciencia de la propia capacidad para hacer daño. Efectivamente, contrario a la personificación del mal en una figura exterior al ser humano, la visión de que el mal es una posibilidad humana trae aparejada la idea de que es posible combatirlo personalmente. Este combate se hace a través de lo que se denominó “el cuidado de sí”. La búsqueda insaciable por la sabiduría obedece a este esfuerzo consciente de cultivo del alma. El optimismo ingenio de Sócrates se expresó en lo que posteriormente conocemos como intelectualismo moral: si conocemos el bien, lo hacemos. Al menos una verdad es factible de inferirse de esta postura socrática: el conocimiento posibilita el control sobre el mal.

Ahora bien, la práctica cotidiana nos demuestra que no siempre sucede así. No solo porque hay fuerzas ocultas en el ser humano, también porque la experiencia nos muestra cómo hay mucha gente inteligente infigiendo daño sobre otros a sabiendas de que es un mal y que alguien sufre por su acción cometida. No basta con solo conocer el bien ya que, como dijo Pablo en Romanos, “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. El problema de Pablo es que lo atribuye al pecado que habita en él, por lo que no asume la responsabilidad moral y legal del mal infligido. No soy de los que creen en abstracciones que reducen el grado de imputación moral y legal del agente. Somos responsables absolutos del mal que infligimos sobre otros. 

Esta responsabilidad individual no niega los condicionantes estructurales y sociales que pueden llevar al mal; en modo alguno los condicionantes nos determinan en nuestras actuaciones. Al final soy yo y solo yo quien decido (voluntaria o involuntariamente) realizar el mal a sabiendas que hago daño a otros, de alguna manera. 

Por lo anterior es que me convence la idea de estar siempre vigilante y sospechar de las propias fuerzas de la razón, por decirlo de algún modo. La sospecha de sí significa que es posible perder el control sobre este mal posibilitado por mí y que está siempre al acecho, queriendo salir de mí y por mí.

La fragilidad humana es esta: saber que puedo perder el control de mí mismo en este esfuerzo culturalmente valioso y civilizado de oponerse con todas las fuerzas a la barbarie que está en nosotros, halándonos constantemente hacia el pozo sin fondo de lo instintivo. Tal vez Freud tendrá más vigencia que nunca en torno a este (des)control civilizatorio sobre los impulsos, pero no en una clave analítica, sino profiláctica.

Sepamos que ninguna obra humana ha sido rotundamente exitosa, sino que la vida y la historia están hechas de triunfos y fracasos en la aventura de cuidarse a sí mismo.