Capitalismo, modernidad y democracia son un triángulo que en occidente hemos pensado que se dan juntos. La modernidad enarboló como su sistema económico al capitalismo y como su sistema de gobierno al régimen democrático. Los tres mancomunadamente lucharían por garantizar a los individuos una serie de derechos, entre los que se destaca la libertad, la propiedad privada y el acceso de todos los ciudadanos, al menos formalmente, a una cuota de poder (al menos a un voto) en la elección de sus representantes para la administración pública. Si capitalismo y democracia son fenómenos propios del discurso moderno, en nuestro país hemos tenido una modernidad quebrada.

La acumulación del capital en nuestro país no siempre se ha realizado a partir de la propiedad privada, sino en usurpación privada de lo público. Es una verdad de Perogrullo decir que la corrupción ha estado presente desde el mismo nacimiento de la República. La cultura institucional instaurada en nuestro medio, que va más allá de las lindes de las instituciones públicas, es una muestra fehaciente de que lo común es apropiable para uso particular. La aceptación de este fenómeno como una certeza cultural institucionalizada es un ejemplo de que se corrompe un principio claro en la modernidad capitalista: el Estado es más que los individuos, por ende, es la entidad que regula los procesos de libre mercado a partir de la propiedad privada. Usar los fondos públicos como privados parece ser nuestra acumulación originaria. La metáfora del aparato estatal como el “pastel” del cual procuramos servirnos todos no es capitalismo moderno, sino un rasgo premoderno.

La racionalidad que eficientiza los procesos burocráticos en términos de que “el tiempo es oro” es ajeno al día a día de nuestro país. Vaya a una institución pública o privada, solicite un servicio a un representante o a un servidor público y verá cómo Dalí tenía razón al representar el tiempo como un queso camembert fundido. Las instituciones democráticas modernas se amparan en el principio de la burocratización o instrumentalización racional de los servicios repetitivos de modo tal que haya un cuerpo formado y capacitado para responder de forma eficiente a esta demanda constante del mismo servicio. Acepte el reto, vaya y solicite un servicio y recuerde los quesos derretidos de Dalí, así será “su” tiempo.

La modernidad, en su distinción con el sistema feudal, trajo consigo la división de poderes. Levellers en 1657 estableció que “Hay un triple poder civil, o al menos, tres grados de ese poder: el primero es el legislativo, el segundo el judicial y, el tercero, el ejecutivo”. Más tarde Locke justificaría esta división de poderes como una condición necesaria para limitar los poderes del monarca y crear un estado de derecho justo para todos. En nuestro país decir que real y sustancialmente hay una división de poderes es una quimera. La usurpación de funciones y la injerencia del ejecutivo en los demás poderes nos permiten hablar de un descomunal presidencialismo. El presidente lo es todo y todos queremos ser presidentes.

El melting point o “punto de fusión” de nuestra quebrada modernidad lo constituye el continuismo político. Es un fenómeno no solo a nivel presidencial, sino que en todos los estamentos y poderes del Estado quien llega a un puesto pretende permanecer en él de modo vitalicio. Los oficios ad vitam (por toda la vida) son una expresión del sistema feudal, por tanto, compete solo a la iglesia; las instituciones modernas se rigen por el principio de alternabilidad y de la justa y sana elección de sus representantes, que son al inicio y al final “servidores públicos”.

Las quebradas voces que desde diversos flancos promueven el continuismo político hacen un flaco favor a la democracia moderna en nuestro país. La irracionalidad del continuismo es tan patética y tragicómica que usan expresiones como “el pueblo es quien decidirá”, “es una discriminación anular las aspiraciones de una persona”. Otros más aventajados en las jergas jurídicas constitucionalistas pretender separar el número de reformas de los avances jurídicos de un Estado-Nación, pero la ecuación es clara: a mayor número de reforma de la constitución, estado de derecho más débil.

Una revisión poco exhaustiva de la prensa nacional nos revela la “modernidad” dominicana.