La soledad es un engaño. O una forma de soledad. El ser sano no está solo. Pensar no es soledad. La poesía no es soledad: no hay poesía sin presencias. En una ocasión, Antonio Porchia me dijo: La compañía no es estar con alguien sino en alguien”. Roberto Juarroz

El Diccionario de la Real Academia Española define la soledad como la carencia voluntaria o involuntaria de compañía,  lugar desierto y en su tercera acepción como melancolía y pesar que se siente por la ausencia, muerte o pérdida de alguien. Y hay,  sin ninguna duda, algo demoledor en la soledad no pretendida. Un sentimiento de desgarro, de daño profundo tejido de abandono. Citando las certeras palabras de Porchia el auténtico drama de la soledad es precisamente ese no estar en nadie, esa temible sensación de no estar siquiera en uno mismo.

El ser solitario por el contrario – aquel que lo es por nacimiento – se siente reconfortado en medio de esa privación de compañía y es en ella donde encuentra la auténtica paz. Hay en este último, pese a ello, un esfuerzo obstinado por doblegar su condición, por someter esa carencia, ese rehuir consciente el contacto de sus semejantes.  La soledad no implica ser altanero ni acumular desdén hacia los iguales. No quiere decir  que el solitario prescinda de los afectos y no precise de los suyos, es más bien que con frecuencia logra encontrar el verdadero sosiego tan solo en la distancia. A veces puede ser tenido por huraño e insociable y no hay tal condición en él, al menos no elegida de manera voluntaria. El solitario no se da forma a sí mismo. Sencillamente lo es y se asume como tal, en esa soledad que es su estado natural y que sabe, con más o menos acierto, cómo domeñar en compañía de los otros. Mientras el ser sociable y que necesita constantemente de los demás  para sobrevivir, contempla su vida en soledad como un castigo que asfixia su existencia, el solitario hace denodados esfuerzos por convertirse en un ser integrado socialmente en su entorno, aunque no siempre lo consigue. En ocasiones llega a alcanzar periodos en los que cree lograrlo pero no suelen durar por mucho tiempo. La falsa percepción de pertenencia a un grupo agota por lo general al solitario, que acabará por sumergirse dentro de sí mismo en reconfortante reclusión aun en medio de la multitud y se bien de lo que hablo.

Tendemos a olvidar con frecuencia los aspectos positivos que el hecho de permanecer solos puede aportarnos. Nos empeñamos una y otra vez en negarlo, en mirar con temor en vez de intentar acercarnos a todo aquello que de bueno nos concede. La soledad es silencio y paz. Es serenidad, soliloquio interior, serena reflexión y sin embargo la contemplamos casi siempre desde el otro lado, pasando por alto que la compañía no asegura invariablemente la alegría ni la distancia el dolor. Frente al ser social, sometido constantemente a la presión que el grupo ejerce sobre él, aislarnos nos concede la posibilidad de abrir ventanas al propio pensamiento para generarlo distinto y personal. El alejamiento suele ser inspirador y creativo mientras el ruido tiende a silenciar nuestro propio yo. Hay muchas personas, independientemente de su propio carácter, que prefieren apartarse de todo, rehuir el contacto frecuente con los demás, elegir la independencia que permite ser dueño de sus decisiones y proyectos. La soledad no es buena o mala en sí misma, la naturaleza humana es dual y ha de encontrar el modo de integrar las múltiples vicisitudes que le acompañan. El individuo sano no la evita al encontrarla en su camino, bien al contrario procura extraer de ella hasta la última gota de su esencia en su propio beneficio.

En la actualidad se está forjando, al parecer sin que nada pueda detenerlo, un nuevo tipo de soledad. Una cuya acepción no recoge el diccionario y que no cesa de convertir el mundo en un gigantesco océano de islas solitarias a la deriva, impulsadas por contactos de carácter efímero, incapaces de detenerse en algún tramo del recorrido. Es la soledad -que yo llamo y disculpen que así lo haga- del cobarde. No hay la menor acritud en mi mirada. No juzgo a las personas y tal vez me equivoque al adjudicarles tal epíteto, pero percibo como poco valeroso este momento propiciado por una colectividad que rehúye el esfuerzo y todo cuanto suponga invertir en emociones y en relaciones sólidas. La soledad se ha convertido en la actualidad en un símbolo de identidad de la sociedad actual. Es un hecho que he abordado, de una u otra forma, en otros artículos y que han tratado en profundidad prestigiosas y reconocidas voces ante las cuales la mía se rinde en silencio. El ser social deviene en ser solitario constituyendo un  problema real que aqueja cada vez más a personas, de cualquier edad y en número creciente, y que supone un hecho sin precedentes en la historia del hombre. Nunca ha existido una humanidad tan hiperconectada y al mismo tiempo tan sola. No lo digo yo. Es tan solo una evidencia. Es este un fenómeno absolutamente inédito y que viene revestido de características distintas que hacen compleja su comprensión.

No podría decirse que se trata de un aislamiento pretendido ni expresamente buscado. Es tal vez, y es esta una interpretación personal en la que me arriesgo a cometer error, una manifestación que pretende rehuir el desengaño y el fracaso de toda relación, sea esta del tipo que sea. Un estado que anticipa y da por sentado el dolor y la frustración en todo contacto humano, proponiendo como alternativa única prescindir del establecimiento de vínculos, diluir los afectos y renunciar a todo cuanto no se puede doblegar: la empatía, la ternura, la amistad sólida y que resiste tempestades y tormentas, la lealtad, ese lazo que nos une a otro ser humano y que ahora se ignora en nombre de una supuesta libertad. ¿Es realmente posible aceptar que la libertad actual pueda ser paradójicamente una nueva forma de encadenamiento? nos plantea Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio Invocamos a ésta como si en ella se encontrara la solución a todos los conflictos del hombre, y lo hacemos reinventando el término, adjudicándole ignotas hazañas que vuelven a desencadenar precisamente aquello que nos empeñamos en evitar, dolor, frustración y una soledad que no acabamos de integrar.

Fuimos educados desde la infancia en una serie de valores que nos fueron transmitidos y luego arrebatados, y que parecen no tener cabida en una sociedad lábil que se levanta cada mañana aletargada, cargada de ansiolíticos y terapias de diván. Una sociedad, enfermiza y temerosa de todo y ante todo, que no cesa de huir hacia adelante en una loca carrera por alcanzar un objetivo que la mayor parte de las veces ignora. “Nada es constante y duradero. Ante esta falta de Ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad. (…) El Yo tardomoderno, sin embargo (a diferencia de los animales), está totalmente aislado. (…) La desnarrativización general del mundo refuerza la sensación de fugacidad: hace la vida desnuda” dice Han. Y me pregunto cómo le será posible al ser humano recobrar  esa narrativa que vuelva a llenarle, si es que alguna vez estuvo llena, su vida de contenido. Tal vez debiéramos reinterpretar la existencia, reflexionarla e invertir esfuerzos en dotar al ser humano de estrategias que le permitan mostrarse fuerte ante la adversidad, dúctil ante las imprevisiones de la vida, preparado para asumir el reto de comenzar una y cien veces desde cero sin perder la esperanza. Deberíamos esforzarnos por recobrar la pasión por las personas y los viejos afectos, por estrechar manos y compartir momentos sin otra razón que el placer de demorarnos en el contacto. Pero que yo, una impenitente solitaria que aprende solo a base de mordiscos a vivir en compañía, pretenda dar lecciones de aquello que carece es puro desatino, mera osadía por mi parte. En cualquier caso nadie dijo nunca que el ser humano tuviera vetado formular hipótesis aun contrarias a la naturaleza que le acompaña.