En sus memorias, De Gaulle escribió: “La soledad que era mi tentación, se convirtió en mi amiga”. A qué más podía aspirar quien estuvo siempre tan cerca de la gloria”.
A Balaguer, la soledad le fue igual. En ella extrajo las fuerzas que le mantuvieron en el poder y próximo a él hasta el mismo día de su muerte. No las fuerzas de las armas ni las derivadas del ejercicio del poder, sino las interiores, las que tanto al uno como al otro, guardando las diferencias, lograban levantar cuando todo parecía derrumbarse a su alrededor.
En la tradición política dominicana la soledad proviene del alejamiento del poder; cuando las candilejas desaparecen de su entorno y el sucesor ausculta en sus pecados. Es en ese escenario, desde y a partir del cual muchos partidarios y colaboradores se alejan de su vecindad y comienzan a admitir que no todo marchaba bien y que aquello que defendieron con las uñas desde cargos públicos importantes, incluso de la mayor confiabilidad, de pronto advierten que estaban equivocados acercándose a la acera opuesta.
Lo sufrieron los que fueron, los que después estuvieron, los que acaban de irse y, en su momento, inevitablemente sucederá igual con los que están. Es la trágica historia de la ingratitud humana.