Ha sido muy interesante y conmovedor observar los acontecimientos que produjeron el movimiento de acción social denominado Marcha Verde que culminó en la reciente manifestación masiva del pasado 16 de julio contra la corrupción y la impunidad estatal.  En el caso de una sociedad crónicamente conservadora, como lo es la República Dominicana, el acto masivo de exigir respuestas al estado sobre el más reciente caso de corrupción flagrante (Odebrecht) es extraordinario.  Por su cantidad y calidad, impresionan las conversaciones orientadas a buscar soluciones viables a los perennes problemas sociales del país: la corrupción política y la injusticia social.  Igual, es conmovedor observar a los emergentes líderes jóvenes y los comunicadores más responsables en este contexto discutir francamente y con tanto entusiasmo las posibilidades de cambio.  Aprovechan estas coyunturas para exhortar a los ciudadanos a adquirir mayor participación en el rumbo que toma su sociedad.  Todo esto produce una sensación de esperanza.

¿Será capaz esta nueva ola de conciencia política de sacudir la desconfianza de la ciudadanía ante la posibilidad de cambiar situaciones y valores sociales?  ¡No sé!  Pese a todos sus dramas, la Historia tiene una gran capacidad para producir inercia.  Pero de momento, estos eventos y diálogos me devuelven la mezcla de orgullo y cariño que sentí durante los dos o tres encuentros felices que he tenido con representantes del Estado en Santo Domingo. 

Uno de estos encuentros fue con una joven funcionaria encargada de tramitar solicitudes de actas de nacimiento en una oficina capitalina de la Junta Central Electoral.  Fue sorprendentemente agradable ver cómo esta joven, a pesar del clima de ineficiencia, incompetencia y mediocridad que la rodeaba, hacía sus tareas correspondientes con eficacia.  Hacía su trabajo sin arrogancia, sin poner las trabas de costumbre y con el mayor respeto hacia los ciudadanos que allí nos encontrábamos.  Recuerdo específicamente que dijo algo bien tierno sobre la responsabilidad de atender a los siete u ocho frustrados que quedábamos allí, aunque oficial y técnicamente ya había concluido su jornada laboral.  Nos enterneció a todos con su sentido de responsabilidad.  Jóvenes como esta mujer representan la mejor esperanza para la sociedad dominicana. 

¿Ha habido un cambio de mentalidad y de actitud?  ¿Se convertirá el movimiento Marcha Verde en o dará paso a una fuerza política que potencialice y efectivamente represente a la mayoría de los ciudadanos dominicanos?  Es acaso lo que ahora todos nos preguntamos.  Ciertamente, viene ocurriendo algo muy novedoso.  Por supuesto, por más conservadora que una sociedad sea, nunca dejarán de surgir las contradicciones y las rupturas que presionan, incomodan y producen cambio.  Sin embargo, al observar, escuchar o leer las inquietudes de los dominicanos que se mueven en o que acaparan la atención de los medios, es prudente recordar la famosa advertencia de Gramsci con respecto a las crisis: lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer; entonces “aparece una gran variedad de síntomas mórbidos.” 

Al margen de Marcha Verde, en los últimos meses, ha surgido una serie de discusiones también muy interesantes en torno a la actual gestión y dirección de dos particulares instituciones dominicanas, el Ministerio de Cultura, a cargo de Pedro Vergés y la Academia Dominicana de la Lengua, a cargo de Bruno Rosario Candelier.  Ambas instituciones han sido criticadas por, entre otras cosas, la malversación de fondos y por defraudación en el sentido de que, los jefes y sus encubridores, en vez de dedicarse al desarrollo de proyectos que fomenten la cultura y la creatividad artística, se dedican a procurar cenas suntuosas o frívolos lujos para ellos y sus respectivos clientes.  En este sentido, las relevantes discusiones y provocadores comentarios que aparecen por los medios revelan, por lo menos parcialmente, una conciencia de que la sociedad dominicana también necesita una buena sacudida cultural. 

Tomándole el pulso a la situación mediante los tuits irónicos o indirectas de algunos y también mediante el silencio incomodo de otros, percibo que ante estos recientes sacudones ideológicos por parte de la ciudadanía tiemblan los dedos de ciertos intelectuales, escritores, filólogos, agentes y figuras que dominan el escenario cultural dominicano.  De un momento para otro, sus trayectorias pueden frenar y se pueden derrumbar sus índices de valor simbólico.  En otras palabras, se les puede desaparecer la fuente o ilusión del privilegio.

No obstante, al detenerme a examinar con cuidado el grado de egolatría que detecto entre, ambos, los portavoces y los críticos de las instituciones dominicanas vuelvo y caigo en la desesperanza. Y me asedia la conclusión de que una mezcla de egocentrismo tenaz y egoísmo despiadado es la fuerza principal que mueve a los líderes institucionales o a los individuos a cargo de agencias culturales. 

No obstante la figura utópica de Pedro Henríquez Ureña, la historia dominicana tiende a producir individuos (hombres, la mayoría) desaprensivos.  Me refiero a hombres que obran sin miramiento a los demás, solo ateniéndose a las reglas del enriquecimiento personal o a la ley de la ventaja.  Hombres que, por más meritoria que sea la idea o la propuesta de otra persona, no dan una oportunidad, a menos que ellos puedan ser inmediatamente beneficiados como titulares.  La única noción que tienen estos hombres de progreso colectivo es quizás el beneficio adicional que les pueda tocar a sus hijos o a sus cómplices.  Es preciso recordar que estos hombres no salen de un vacío.  Se producen y reproducen en una cultura específica.  En efecto, las crisis y las dudas que poco a poco asedian a las instituciones, ya sean del Estado o de la sociedad civil, también delatan el alto grado de corrupción cultural que existe en la sociedad dominicana, tan reacia a la autocrítica.  Pero las crisis son oportunidades para cambiar y crecer.  Una autocrítica profunda, por más dolorosa que sea, podría obrar milagros.  ¿Qué se pierde intentándolo?