La sobriedad es una cualidad que valoro bastante en cualquier ámbito. Prefiero el sonido salmódico de un órgano en una pequeña iglesia metodista, al ruido bullanguero de una gallera. Eso no significa que no soy dado al exceso, al disfrute de lo popular en la mayoría de sus formas, lo que pasa es que cuando quiero encontrarme conmigo mismo, el retiro solemne tiene un efecto de sosiego que me permite ver con más claridad lo que está a mi alrededor. Igual me sucede con la escritura. Una prosa que se contiene, que se vuelve sinuosa, nada estridente, logra un repunte sobre mi alma casi de seducción, enamora mis instintos. Escribir es sobre todo un encantamiento, mostrarse desinhibido ante el lector, desnudarse con elegancia, sin dejar rastro pornográfico en la actuación. Es, antes que nada, repito, una seducción.
Para explicarlo no encuentro mejor ejemplo que citar una serie de televisión, producida en los años sesenta, "El gato". Comenzaba con una escena donde la sombra felina de un hombre se deslizaba en la noche entre escaleras de emergencia, hasta entrar luego el film en materia. Al final, y esta es la parte que mejor recuerdo, el personaje principal, un tipo sumamente elegante y vestido de negro con saco de fina marca, subía a la terraza de un edificio que albergaba un club de jazz. En lo alto Pepe, dueño del negocio y exquisito anfitrión, un gitano con arete en una de sus orejas, recibía a todos sus clientes en la puerta. La película terminaba cada capítulo con una sugerente escena: una mujer -siempre distinta- esbelta y con aire inaccesible, parada en el balcón de esa alta torre, miraba a lo lejos las luces de la gran ciudad. Ella, perdida en su esfera impenetrable, con un trago de daiquirí de fresa en su mano, se mostraba ajena a todo. El Gato la observaba, preguntaba a Pepe quién era ella y éste, solícito, ofrecía cada noche las credenciales. Al fondo se escuchaba la bossa nova de Joao Gilberto, La chica de Ipanema. Él se acercaba entonces sigiloso y la abordaba sin alardes. Le hacía una pregunta sutil, encantadora, que ella respondía como quien abre la compuerta de un libro que nos atrapa desde un principio por su sobriedad, por lo mesurado del texto, por no hacer gala de un exceso de lenguaje.