Durante décadas la celebramos. La hegemonía dogmática que la sostiene mira con recelo al escéptico y excomulga al impío que osa la crítica. Como de costumbre, luego de una crisis, quisimos creer en una nueva respuesta prêt-à-porter que pasamos a aplicar sistemáticamente. La creímos el camino directo a una utopia que, como toda utopia, carece de fundamento real. Así nos dedicamos a construir una globalización que la crisis económica denuncia a gritos. Si los choques petroleros de los años setenta pusieron en evidencia los límites y deficiencias de la regulación, la crisis de hoy hace imposible ignorar la estridencia de los resultados políticos y económicos del modelo vigente.
Los efectos de la globalización no han sido neutrales. Mucho se ha insistido sobre los beneficios de la libre movilidad de capitales. Se ha dicho, por ejemplo, que ésta permite la reducción sustancial del costo del endeudamiento y el incremento de las posibilidades de negocios e inversión. Presiona, también, a la administración para que sea más eficiente en el gasto. Eso no quiere decir que cerremos los ojos a sus defectos. No se puede obviar que gracias a una disponibilidad de capitales sin precedentes los riesgos de creación de burbujas especulativas nunca habían sido mayores.
Más aún, la globalización, tal y como existe hoy, produce efectos perversos con claros ganadores y perdedores. La libertad de los capitales crea un contexto de competencia fiscal para atraer la inversión. La globalización, empujada esencialmente por los mercados, ha convertido en obsoletos muchos de los instrumentos tradicionales de gobierno y los Estados no han conseguido reinventarlos. Es el caso de los instrumentos fiscales cuyos principios, basados en la territorialidad, son incapaces de dar respuesta a los nuevos retos de la elusión fiscal o a las empresas digitales que ejercen una actividad económica en un territorio sin tener implantación fiscal en el mismo.
Por otra parte, la economía globalizada crea grandes oportunidades y movilidad para los profesionales calificados (en el sector privado o en las organizaciones internacionales). El Estado se ve entonces obligado, por razones de eficiencia, a gravar los factores menos móviles (el consumo, los trabajadores menos calificados, etc.) lo que se traduce con frecuencia en estructuras fiscales menos progresivas.
Los trabajadores menos calificados se ven afectados por numerosos factores. Países como China y la India aumentan la oferta mundial de mano de obra barata y poco calificada lo que aumenta el riesgo de desindustrialización en muchos países. A la vez, asistimos a una caída de la sindicalización que reduce la capacidad de negociación de los trabajadores. En el caso específico de la República Dominicana, el efecto de histéresis de la crisis del 2003 (que dobló la pobreza, redujo el salario mínimo real y aumento sustancialmente el desempleo) debilitó la fuerza del reclamo de los trabajadores. Todos estos factores contribuyen a que los bajos salarios sean menos dinámicos en nombre de la competitividad.
El aumento de la desigualdad económica se traduce en un aumento de la desigualdad política. La influencia de los grandes capitales en la toma de decisiones se ha visto reforzada. De la misma manera, la persecución de un ideal globalizado y tecnocrático ha alejado buena parte del poder de decisión de los actores con legitimidad política en beneficio de la burocracia internacional. Esto así aún cuando la realidad es que el vínculo al propio país sigue siendo esencial en la estructuración de la identidad del ciudadano de a pie, aunque le duela a los ganadores de la economía política global. Para agravar, esa transferencia del poder de decisión no siempre se ha traducido en una mejoría de la calidad de vida para los más vulnerables.
La crisis económica ha puesto en evidencia la inequidad del sistema. Combinado con la creciente desconfianza en los actores políticos tradicionales, el descontento constituye un terreno fértil para la ruptura populista, sea de derecha o de izquierda. El contexto se presta al relato simplista, a señalar con el dedo al chivo expiatorio que nos exime de nuestras culpas y moviliza nuestras pasiones.
¿Seguiremos adelante, por dogma, con un esquema que desestabiliza el sistema democrático? Ya viene siendo hora de que lo entendamos: el mercado falla; el Estado falla. El ser humano falla. La fidelidad doctrinaria no nos sirve. Nos sirven sus instrumentos para, de forma pragmática, responder con unos y otros a los desafíos que tenemos en frente.
El vicio socioeconómico del modelo económico contribuye con la inestabilidad política. Los perdedores de occidente piden, con razón, equidad y legitimidad.