La sentencia TC/0168/13 y sus efectos continúan dominando el debate público nacional a dos meses y medio de haber sido evacuada. El principal tema la semana pasada fue la visita “in loco” de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al país.
La CIDH, que no debe confundirse –como han hecho algunos- con la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), es un órgano de la Organización de Estados Americanos (OEA) que tiene como función principal “promover la observancia y la defensa de los derechos humanos y de servir como órgano consultivo de la Organización en esta materia”.
En ocasión de esta visita han surgido las opiniones más variopintas. Para algunos fue necesaria, para otros un acto de injerencia de un órgano que República Dominicana no ha reconocido. Este último argumento es ocioso, toda vez que la CIDH se encuentra instituida por el artículo 106 de la Carta de la OEA, ratificada y aprobada por nuestro país en 1949.
Como es natural en casos como este, algunos no desaprovecharon la oportunidad para decir que República Dominicana tampoco ha reconocido la competencia de la Corte IDH. Esto se ha debatido una y mil veces, y el artículo 62 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) nos da la solución: La competencia de la Corte se reconoce sin convención especial. De ahí que es perfectamente convencional y constitucional el instrumento mediante el cual el presidente Leonel Fernández reconoció la misma.
Esto ha sido reconocido por el Tribunal Constitucional dominicano, que en la página 11 de su sentencia TC/0084/13 afirmó que las decisiones de la Corte IDH son vinculantes para el Estado dominicano. Lo que es más, en la página 18 de su sentencia TC/0136/13 el Tribunal proclama que República Dominicana “aceptó la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como órgano consultivo y contencioso, el veinticinco (25) de marzo de mil novecientos noventa y nueve (1999)”. No debe extrañar que así sea, a pesar de la disconformidad del Tribunal Constitucional con algunas decisiones de la Corte IDH. Contrario a lo que expresan los extremistas, los jueces del Tribunal saben que una cosa es estar en desacuerdo con una sentencia –sea esta la TC/0168/13 o Yean y Bosico, y otra muy distinta es pretender anular un órgano jurisdiccional.
La visita de la CIDH, invitada por el Estado dominicano y coordinada con el gobierno, tuvo una recepción desigual que demuestra la complejidad del problema y del Estado dominicano mismo. Mientras el Poder Ejecutivo –incluyendo el Presidente de la República- la recibió, otros órganos no hicieron lo mismo. Hubo dos casos notorios que, en mi opinión, tienen lecturas distintas.
En primer lugar, la Junta Central Electoral (JCE). Creo que este órgano debió recibir a la CIDH aún si fuera sólo por el hecho de que es el encargado del sistema de registro civil en el país. Entiendo que se perdió una oportunidad de oro para explicar cómo es que se pretende aplicar la sentencia TC/0168/13 sin vulnerar el derecho de los afectados a la nacionalidad. Pero igual, la negativa de la JCE también impidió que se pudiera explicar a la CIDH qué medidas está tomando el Estado dominicano para superar los problemas ciertos y comprobados del registro civil en el país.
Ya lo anterior es suficientemente malo, pero lo que le puso la guinda al pastel fueron las constantes declaraciones del presidente-vocero de la JCE durante la semana. En un lenguaje extremadamente agresivo, descalificó a la CIDH para llevar a cabo su labor. Daba la impresión de que apostaba a que esta le respondiera en el mismo tono. Es casi seguro que esta actitud, reincidencia de la que tuvo en la sede de la OEA, hizo más difícil la labor diplomática de la que está encargado el Poder Ejecutivo.
Aunque considero que el Tribunal Constitucional sí debió recibir a la CIDH, su caso es distinto. La explicación que se ofreció sobre la supuesta parcialidad de la CIDH por haber criticado de antemano la sentencia TC/0168/13 no satisface. Esta crítica era inevitable toda vez que en su sentencia el Tribunal reconoció la existencia de la sentencia Yean y Bosico y, sin embargo, decidió no aplicarla. No podía esperarse que la CIDH hiciera silencio ante este desconocimiento expreso de la autoridad del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Ahora bien, no hay que olvidar que el Ejecutivo tiene ahora la tarea de ejecutar los aspectos más delicados de la sentencia TC/0168/13. El Tribunal Constitucional tendrá la oportunidad de examinar el problema desde otras aristas y con un marco legal y reglamentario distinto al que existía al momento de evacuarla. Su participación en este proceso no ha terminado. Es casi seguro que el Plan de Regularización y cualquier ley que trate el tema de la nacionalidad de los afectados por la sentencia serán recurridos ante el Tribunal por los mismos neonacionalistas que aplauden la sentencia.
Lo curioso de todo lo anterior es que, a la hora de la verdad, la dureza del informe preliminar de la CIDH no fue, ni de cerca, la que se esperaba. Durante más de dos semanas un sector de la opinión pública preparó el escenario para salir a desgarrarse las vestiduras ante una hipotética desconsideración al Estado por parte de la CIDH. Esto no ocurrió, de hecho, la Comisión fue muy clara al agradecer a los órganos que la recibieron –incluyendo a la Cámara de Diputados- por conversaciones que consideró armoniosas y productivas.
Es decir, que la esperada confrontación con la CIDH no llegó. De hecho, quedó claro que el informe final se producirá sólo luego de aún más consultas con el Estado y de que este remita sus observaciones.
De todo lo dicho por la CIDH en su informe preliminar, quizás lo menos esperado fue el énfasis que hizo en la degradación del debate público en el país y las amenazas que algunos grupúsculos han hecho a periodistas que disienten de sus ideas. Ese es un tema importante porque si no somos capaces de debatir nuestros problemas nunca los superaremos.
Reitero lo que he dicho antes: La sociedad dominicana carece de una cultura racional del debate. Entre nosotros los argumentos rápidamente pierden su protagonismo y son sustituidos por ataques o afrentas personales. Eso se ha puesto en evidencia en los últimos dos meses, y todos somos corresponsables. Estos excesos no han sido monopolizados por ninguna de las posiciones. Los defensores de la sentencia han acusado a sus disidentes de lacayos, haitianófilos (como si eso fuera un insulto) y mercenarios. De su lado, los detractores de la sentencia han hecho acusaciones no siempre ciertas de racismo a quienes la apoyan. Incluso el presidente del Tribunal Constitucional fue objeto de un desaire público innecesario.
Pero no es esto lo más preocupante, sino las amenazas –incluso de muerte- con las que se ha querido amedrentar a algunos de los más públicos críticos de la sentencia. En algunos sectores de nuestra sociedad persiste la idea de que sólo sus ideas deben discutirse en la esfera pública y que las amenazas de violencia son una forma aceptable de debatir.
Debe quedar claro que no todos los defensores de la sentencia promueven o aceptan estas amenazas. De hecho, la mayoría las rechazan. Y hacen bien. El mayor peligro al que se enfrenta la democracia dominicana no son los liberales, conservadores, religiosos, ateos, agnósticos, progresistas ni nadie que sostenga sus ideas civilizadamente. El peligro son aquellas personas que se resisten a salir de la época del garrote, que quieren imponer sus ideas sobre la base del silencio impuesto.
Este debate, como todos los otros que le seguirán, tiene que producirse en un ambiente de respeto por el derecho al disenso. No hay retroceso más grave en el horizonte que aquel al que aspiran quienes quieren evitar el debate público, aún si eso implica la incitación a la violencia.