Hace varias semanas, el Gabinete de Coordinación de Políticas Sociales de la Vicepresidencia de la República hizo público un boletín sobre Seguridad Ciudadana en República Dominicana, el cual es un producto del Observatorio de Políticas Sociales y de Desarrollo. Dicho boletín constituye un aporte importante para el entendimiento conceptual de la problemática de la inseguridad que afecta a los ciudadanos latinoamericanos y caribeños. En el mismo se recupera una parte de la reflexión desarrollada por la comunidad de estudiosos/as especializados/as en el área temática, sobre las manifestaciones, tipologías, causas e impactos de la inseguridad y las violencias. El documento se enmarca en esta conceptualización, sin duda relevante, pero acotada, sin profundizar mucho en la distinción entre inseguridad y violencia, siendo esta última un factor determinante de la primera, aunque no siempre inevitable. Como se reconoce en el documento de marras, la inseguridad constituye un fenómeno y una condición compleja, experimentada de manera colectiva e individual, que es potenciada por múltiples factores.
Para el lector acucioso, la interrogante subyacente gira alrededor del objetivo de esta exploración: ¿se trata de un simple ejercicio analítico, o de una punta de lanza para el lanzamiento de un compromiso real con una política social de seguridad integral?
Implicaciones de la inseguridad. En los párrafos introductorios del reporte los autores destacan el costo humano de la criminalidad, de lo cual, se dice que, “en términos sociales, prima por encima de cualquier consecuencia de carácter económico que pueda generar la inseguridad ciudadana en un país, puesto que el derecho universal a la integridad física va más allá de los cambios en los flujos de la renta, o en la distribución del capital de las sociedades afectadas por este fenómeno” (p: 3). Este axioma es sin duda asertivo, la vida humana, entendida en términos generales e individual no tiene precio, y su valor es el más alto que sociedad alguna pueda darse el lujo de malversar. Sus costos no se comparan con ningún otro costo material o intangible. Lamentablemente la historia reciente en nuestros países indica que este principio no es del todo inquebrantable, y su violación, tanto por perpetradores, como por gobiernos apáticos y/o incompetentes, no siempre constituye un anatema social ni legal.
Sobre la cita de referencia, lo menos que podría decirse para el caso de República Dominicana, es que esta afirmación no refleja la realidad cotidiana que experimentan los y las dominicanos/as. El transcurrir de la vida diaria en República Dominicana nos dice que algunas vidas valen más que otras, y que, de la misma manera en que la distribución del capital traza un patrón desigual y discriminatorio, la seguridad de las personas en nuestro país esta primeramente condicionada por la posición socioeconómica de los individuos; en segundo lugar, por su condición racial; en tercer lugar, por sus atributos de género, edad, y preferencias sexuales, y en cuarto lugar, por la valorización que tanto la sociedad, como sus autoridades y sus elites políticas le asignan a determinados sujetos que previamente han pasado a ser depreciados por su condición de supuestos infractores y/o detractores de la ley y el orden. Esta dramática conclusión se cristaliza en una expresión lapidaria que muchas veces oí decir en los barrios donde he hecho investigación por los últimos treinta y tantos años, la aseveración de que “la vida en R.D. es muy barata, y para muchos, no vale nada.”
Pasemos entonces a desentramar los factores que cualifican esta dramática realidad:
La factorización de la inseguridad y la violencia: En las últimas dos décadas se ha ido conformando un consenso respecto a la multidimensionalidad y multicausalidad de la violencia (Arriagada y Godoy 2000; Guerrero y Londoño 2000; McLIwaine & Moser y 2004; Arias & Goldstein, 2010; Koonings & Kruijt 2015; Adams 2014), su tendencia hacia la cronicidad, así como alrededor de los significados de la violencia, invisibilidad, e incluso sobre la ausencia de la violencia en contextos de inseguridad y criminalidad. En este sentido, si bien no cabe dudas de que la violencia constituye un factor exponencial de la inseguridad, aún en ausencia de violencia explícita, la inseguridad puede asumir un carácter latente. Un ejemplo de un escenario tal es el que se ocurre en territorios bajo el control monopólico de grupos criminales, pandillas, guerrilla u otros grupos armados irregulares, los cuales mantienen los niveles de violencia e inseguridad en un equilibrio precario, hasta tanto no surjan elementos disruptivos de tal equilibrio.
La inseguridad, como condición social, económica e institucional. En el texto se destaca otra tendencia consabida: Las asimetrías existentes entre subregiones, países y localidades respecto a las tasas de violencia, homicidios, criminalidad e inseguridad. En este sentido, es un hecho indisputable que las regiones de Centroamérica y el Caribe, especialmente el área del Triángulo Norte en el caso de la primera, prevalecen en la última década como las más violentas. Al interno de la subregión centroamericana, El Salvador y Honduras se alternan en los últimos cinco años la primacía en las tasas de violencia letal. Por otro lado, Jamaica, Puerto Rico y Trinidad y Tobago encabezan el listado en la subregión del Caribe. Las asimetrías no paran allí, de hecho, las ciudades primarias y secundarias dentro de ambas subregiones tienden a concentrar los mayores niveles de violencia letal. Sobre estas manifestaciones anómicas hay que destacar al menos dos cosas: En primer lugar, se trata de fenómenos hiper-kineticos, susceptibles de cambios abruptos, y cuya estabilidad y consistencia depende de factores nacionales, tales como: las políticas sociales integradas de prevención situacional y de desarrollo económico-social puestas en práctica de manera efectiva, la fortaleza institucional en términos de credibilidad y capacidades, y la actitud que desarrollen las sociedades frente a estos fenómenos. Desde el ámbito internacional, la posición geopolítica de los países y las estrategias de cooptación de los flujos y economías ilícitas y criminales implementadas por las elites regionales puede afectar considerablemente las tendencias que asuman las redes criminales transnacionales respecto al trazado de rutas y al establecimiento de mercados criminosos en países y territorios específicos.
Por lo tanto, la existencia o no de políticas adecuadas, consistentes y especificas (situacionales) puede llegar a ser un catalizador de la reducción de la violencia en un territorio particular, o bien una ventana de oportunidades que favorezcan ecosistemas transgresores y criminosos (Bobea, 2011, 2015, 2016) . A propósito de esto último, se sabe que la ausencia de políticas explícitas constituye una política de facto. Desafortunadamente hasta mediados de la década del 2000, la República Dominicana careció de una política explícita, articulada y consistente de seguridad ciudadana. Esta larga ausencia y el letargo en la inversión de recursos humanos y materiales adecuados ha dejado al país con un débito acumulado considerable en materia de seguridad preventiva y de justicia correctiva.
La violencia subjetiva y objetiva en República Dominicana. En el documento de marras se enfatiza en la diferenciación entre inseguridad objetiva y subjetiva, e incluso se reconoce la validez que tiene la percepción de inseguridad como un dato para nada superfluo. Sin embargo, a seguidas se argumenta que la correlación entre ambos tipos de inseguridades es baja en las experiencias latinoamericanas y caribeñas documentadas. A estos fines, se comparan las tasas actuales de homicidios en República Dominicana (16 x 100,000 habitantes) con los datos arrojados por la encuesta ENHOGAR 2015, los cuales muestran que la delincuencia es considerada el principal problema que agobia a sus ciudadanos dominicanos (74%), secundada por el desempleo (42.3%), y por la corrupción (26.5%), cifra esta última que pudiera ser aún más elevada, dado que la medición es previa al escándalo de Odebrech y a la respuesta popular que dio origen al movimiento “Marcha Verde”.
Esta comparación parecería avalar la premisa anterior de la baja correlación entre inseguridad objetiva y subjetiva, y conducir erráticamente a la falsa premisa de que en nuestro país la inseguridad es un fenómeno aparente. Sin embargo, nada estaría mas lejos de la realidad. Al respecto, considero que si bien los homicidios constituyen un indicador estandarizado fundamental para medir las condiciones máximas de inseguridad (tal y como sucede en El Salvador, Honduras, Venezuela y Jamaica), y para comparar entre países y regiones, no debemos olvidar sin embargo, que se trata apenas de un sólo indicador. O sea, la tasa comparativamente media-baja de homicidios que exhibe nuestro país actualmente no refleja el espectro más complejo del nivel y consistencia de la inseguridad que experimentan los ciudadanos dominicanos de manera real y percibida. Al respecto, tal y como lo reconocen los autores del reporte, existe en el país un subregistro dramático de la victimización, siendo que, según ENHOGAR 2015, 62.4% de las personas que han sufrido agresiones o amenazas admitieron no haber denunciado el acto.
Esta cifra de victimizados silentes nos habla de dos cosas: En primer lugar, que la violencia objetiva, la que sufren cotidianamente y en carne propia los ciudadanos dominicanos, es efectivamente elevada en nuestro país y que por tanto, la relación entre violencia objetiva y percibida no solo tiene una tendencia positiva, sino que ambas se correlacionan positivamente. Lo que resulta paradójico de este cuadro es por un lado, la tendencia reiterada de las autoridades de nuestro país a querer mostrar esta correlación como divergente, al manejarse únicamente el dato de muertes violentas, sin incluirse los datos de violencia y las tasas de victimización. La tendencia a obliterar la denuncia a las instancias correspondientes, pese a la elevada victimización, apuntala por otro lado un elemento factorial fundamental en la acentuación de la inseguridad subjetiva: la desconfianza ciudadana en las instituciones de prevención, coacción y justicia. El hecho de que las y los dominicanas/os opten por no denunciar los eventos delictivos que han sufrido, no ha sido estudiado sistemáticamente en nuestro país, aunque existen varios sondeos que recogen algunas de las alternativas explicativas a este fenómeno, siendo las más comunes: la “certeza de que no se hará nada”, el “temor de ser delatados por las propias autoridades”, y “para evitar ser extorsionados por los servidores públicos” (LAPOP , Bobea 2011; Brea y Cabral, 2006).
Desarrollo Institucional o Entelequia?
En décadas recientes la República Dominicana ha experimentado sin lugar a dudas un salto considerable en el desarrollo y modernización de sus instituciones públicas, especialmente en el ámbito de la justicia. Sin embargo, dicho desarrollo institucional ha sido asincopado. Nuestras fuerzas policiales han sido bastante reticentes al cambio, y prueba de ello es que, a pesar de los intentos de reforma policial, de la implementación de dos versiones de políticas públicas de seguridad, de más de dos leyes orgánicas aprobadas, cerca de media docena de jefaturas policiales, y unas tres administraciones diferentes en el ministerio público, en los últimos 15 años la inseguridad actualmente encabeza el listado de las preocupaciones de la ciudadanía.
Ciertamente, hoy gozamos de una tasa de homicidios más baja que la que enfrentó el Plan de Seguridad Democrática en el año 2005 (25 muertes por 100,000 habitantes), y no menos cierto es que el país se sitúa en un nivel intermedio-bajo con respecto a las tasas de homicidios latinoamericanos y caribeños. Sin embargo, en nuestro país todavía mueren más de 200 personas anualmente a manos de la Policía Nacional. Los problemas de la seguridad en República Dominicana no implican solamente a la Policía Nacional. La justicia dominicana, adolece de déficits importantes para garantizar su acceso adecuado y pronto a una gran mayoría de la sociedad. Aun los feminicidios y la violencia intra-domestica e intracomunitaria son tolerados por gran parte de la población, y las iniciativas institucionales no han logrado unificar esfuerzos contra este tremendo flagelo que lacera a la sociedad en su conjunto. El encarcelamiento sigue siendo la respuesta de facto al tratamiento de los delitos y los crímenes (excepto los de cuello blanco), en ausencia de políticas preventivas y proactivas. Tanto el sector de la seguridad como el de la justicia a nivel nacional y en los ámbitos locales carecen ambos de los recursos presupuestales requeridos para garantizar la tranquilidad, la libertad, los derechos civiles y humanos, la vida, así como el bienestar de millones de dominicanos y dominicanas.
Algo más que palabras
Al cerrar esta reflexión quiero ante todo felicitar al Gabinete de Coordinación de Políticas Sociales, y al equipo que trabaja en su Observatorio por tomar la iniciativa de educar a la ciudadanía en el complejo tema de la seguridad ciudadana. Las cuatro recomendaciones que coronan el documento no podrían ser más contundentes y propicias: 1ero.) No seguir obliterando la percepción de inseguridad como una manifestación de la inseguridad real; 2do.) Desarrollar políticas proactivas que combinen prevención con coacción situacional y focalizada; 3ero.) promover la integralidad de las políticas de seguridad en el marco de las políticas de desarrollo inclusivas y 4to.) preservar la vida y los derechos civiles y humanos de los y las dominicanos/as.
Dicho esto, me resulta inevitable puntualizar que no hay peor batalla que la que no se libra, y en nuestro país, las elites políticas y gubernamentales han sido cuando menos ajenas, y poco diligentes al momento de cumplir con las promesas pre-electorales y con impulsar agendas que trasciendan sus respectivas administraciones. Para un país que ya ha hecho tradición el reciclaje de las elites en el poder, tal elección es contra-intuitiva y poco racional. A esta altura de las cosas, ya deberían saberlo los actores políticos, burocráticos y tecnocráticos: la realidad, por mas espejismo que parezca, puede ser un bumerang que eventualmente retorna con mayor fuerza en su contra.