La clase política debería cuidarse, cuando de hablar de seguridad ciudadana se trata, pues se corre el riesgo de fracasar rápidamente, pues el fenómeno que algunos religiosos vinculan a los tiempos apocalípticos toca un gran número de sociedades de América Latina, la región considerada como la más violenta del mundo.
Es significativa la singularidad que tienen estos tipos de violencia que varían de un país a otro. Donde La seguridad ciudadana ya no es solo un asunto de proteger la ciudadanía, sino un problema de imagen internacional y de seguridad de Estado, como es el caso de países como Honduras, Guatemala, El Salvador, México, Colombia y Venezuela.
El problema es de extrema complejidad, como parecen haber entendido algunos funcionarios que hoy admiten que las intervenciones por parte de los gobiernos para enfrentar la epidemia “han resultado tardías y desacertadas” al tratar “los efectos, pero no las causas”. Esto, junto a la “incapacidad de solución institucional “, aspecto álgido en el caso de la República Dominicana, al que se suma la singularidad de la violencia local.
Cabe destacar que en las sociedades donde la seguridad ciudadana está garantizada, el Estado cuenta con instituciones solidas, respetables capaces de actuar, independientemente de los cambios de gobierno, y los factores permanentes que se enmarcan en el modelo sociológico de dichas sociedades.
En nuestros caso ,donde los cuerpos normativos , actores esenciales de la solución, resultan ser parte fundamental del problema , es válido decir que la violencia, “no se va a resolver con medidas policiacas”, como declaró el Presidente Danilo Medina, el 9 de abril, lo que le coloca al resguardo, ante una situación de fracaso, que no excluye el rol determinante, que debe jugar una policía ética y profesionalmente preparada . Algo que no existe en la actualidad.
La aceptación sincera, de algunos funcionarios, de que las políticas implementadas para enfrentar la inseguridad ciudadana, han fracasado, todas, es una posición que cabe saludar.
Pues estas políticas, parece, seguirán fracasando, lo que no quiere decir que, la inseguridad sea una condición irreversible. De ninguna manera, solo se trata de un proceso que puede tomar tiempo en solucionarse, tras haberse instalado, aun existiendo voluntad política y capacidad profesional.
Con el lanzamiento de un Plan Integral de Seguridad Ciudadana y la eventual reforma policial que surge con el accidentado Proyecto de Ley Orgánica de la Policía Nacional, se pretende dar inicio a una nueva etapa, de la lucha contra la violencia, lo que al final , no garantizara nada, incluyendo las reformas del organismo que puede ser proceso largo y traumático.
Al asumirse que las políticas implementadas han fracasado, se hace un reconocimiento a la tardía intervención de los gobiernos y a su responsabilidad en el agravamiento de la situación.
Cuando empezaron a intervenir, ya las estructuras del daño: violencia, criminalidad, droga e impunidad, estaban establecidas, enquistadas en lo más profundo del quehacer socio- político y económico , de una sociedad que se ha desarrollado fuera de un marco normativo que ofrezca patrones de comportamiento y respeto a la ciudadanía.
Esto se evidencia al analizar la tipología de la criminalidad en la cual está envuelta nuestra juventud desde hace unos 20 años. Junto al deterioro de la autoridad que ha perdido todo tipo de credibilidad y peso de autoridad respetada en el imaginario colectivo de la población atemorizada por un estilo represivo que pone en juego los derechos humanos.
La ausencia de una autoridad representativa, con la cual dialogar para llevar a cabo las medidas destinadas a enfrentar la inseguridad, se ven afectadas, por la imagen de políticos, funcionarios y policías incriminados y asociados al crimen, común como lo muestran los medios.
De aquí que la implementación de políticas represivas más agresivas no modificará conductas, como bien parece saber el presidente Medina. Muy por el contrario, la violencia no ha cesado de crecer desde mediados de la década de los noventa, como muestran los índices de homicidio intencional en la región, donde la Republica Dominicana tiene un índice de 26 por cada 100 mil habitantes, superando a Haití con 6.9, compitiendo con las sociedades más violentas de la región, Venezuela, Colombia y Honduras . En apenas 5 años, los datos colocan al país del 1995-2000, de la posición 149 a la desafortunada posición 186 de 207 países estudiados.
Fuente: ONUDD (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) y Banco Mundial.
La ciudadanía no cree que la autoridad sea capaz de protegerla. Los funcionarios, además, en su práctica de trabajo carecen de gestos que le acerquen al ciudadano. Muy por el contrario, la desidia y la extorsión dan cuenta de un escenario social conflictivo y letal, donde los conflictos policía-ciudadanos remiten a una violencia inesperada y brutal, como la que se produce en barrios y sectores populares.
La ausencia de respuestas oportunas al fenómeno, ha puesto en peligro la paz social. Es necesario pensar el problema de acuerdo al contexto con una visión holística, más seria, más ética, menos clientelar, pero sobre todo más antropológica.
Los factores socio culturales que han vehiculado los niveles de violencia y que inciden en los niveles de inseguridad ciudadana, son menos graves que la institucionalidad desmontada y puesta al servicio de una clase política, que tiene una cuota de responsabilidad ante la para de la ciudadanía desconocedora del rol de las normas. Basta observar el tránsito vehicular y la conducta de quienes lo dirigen.
¿Acaso saben los ciudadanos, como las autoridades, por qué y para qué deben respetarse las reglas en una sociedad donde trasgredir es signo de status?
Los niveles de inseguridad ciudadana actuales, son producto de décadas de impunidad, dentro de las cuales se observa la gestación y desarrollo de condiciones sociales y políticas, donde sobresale la desigualdad, paralelamente con el desgaste de la autoridad.
Hoy, apenas en los inicios de un proceso delicado, nos resulta superficial hablar de nuestras desgracias y desamparo ciudadano, ante una autoridad que languideció hasta su inexistencia.
Para que exista seguridad ciudadana es necesario que exista una autoridad, capaz de proyectar el respecto, protegiendo primero antes de sancionar, a una ciudadanía capaz de entender que existe un contracto social.
Lo que explica que en algunas sociedades el fenómeno haya sido revertido, dadas las condiciones institucionales y educativas que permiten unificar esfuerzos.
Los gobiernos deben ofrecer orientación adecuada, y políticas sostenibles a una ciudadanía desamparada que necesita creer en las instituciones del Estado.