En el volumen I de Historia de la Sexualidad, Michael Foucault revela la figura de la Confesión como el principal canal, a partir del siglo XVI, para la entronización del sexo y la sexualidad alrededor de la vida, periodo en el que todavía la santa inquisición, con sus inenarrables métodos de tortura, se encontraba en su apogeo.
Es a través de este mecanismo, reforzado por el Concilio de Trento, que la Iglesia Católica inicia una proliferación discursiva en torno al deseo e impulso sexual, desplegando un ejercicio de poder y control unidireccional sobre los cuerpos y las mentes de los confesados y, en especial, de las confesadas. La Iglesia es la primera institución en caer en cuenta en lo trascendental y vital que es el sexo para la vida humana, por lo que para poder desplegar un mayor poderío y evitar que sus fieles creyentes atentaran con su ‘libertinaje sexual’ contra la empresa religiosa, debía ejercer una estricta vigilancia sobre él.
Por medio del testimonio de estas almas en pena, buscó llegar al lugar más íntimo, recóndito y oscuro. Develar los secretos más sucios y retorcidos que habitan la mente del pobre o la pobre pecadora. Nace así una voluntad de saber. Una ‘ciencia’ sexual. El sexo se vuelve un elemento omnipresente, objeto de múltiples técnicas que tienden a instaurarlo como un discurso constante, por supuesto, a través del prisma de la ignorancia y el miedo.
La mujer en este obligado examen riguroso de conciencia quedaba en desventaja, aún sin saberlo. Como nos dice Mariano Oliveto (Universidad de La Pampa) en su sesuda crítica literaria a partir del pensamiento foucaultiano a dos novelas de Manuel Puig, el acto confesional siempre estuvo ligado al prototipo de un yo femenino, debido en parte a una concepción misógina de la mujer como fuente de(l) pecado, y a la función social que se le atribuía solo a ella: la crianza de los hijos.
El cuerpo de esa mujer, por tanto, debe ser controlado si se quiere incidir sobre la población y su ritmo de reproducción (los adeptos). De tal forma, se proyectan las siguientes figuras objeto de un enfermizo análisis: La mujer histérica, el masturbador, la pareja maltusiana, el perverso, en clave de medir capacidad reproductiva. Y como por arte de magia, todo este discurso retorcido se va volviendo ciencia, verdad.
Es cierto que para esta religión al día de hoy las prácticas sexuales del individuo continúan siendo objeto de escrutinio público y privado, y que constituyen el principal factor para juzgar la pureza del cuerpo y el alma, a grado tal que considera aborrecible y asqueroso cualquier comportamiento que se desvíe de la norma sexual por ella instaurada, como muy bien lo deja claro cada vez que abre la boca nuestro cardenal tramoyista. Pero es que tal vez de forma contraria no podría pensarse la Iglesia. Para esta empresa los derechos sexuales y reproductivos no pueden ser otra cosa que puros inventos de camino, ya que solo ellos han poseído ‘la verdad’, muy contraria a esta visión de derechos.
Se olvidan que en algún momento del curso de la Historia se derrocó un rey y se dio una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, con todas las críticas que pudiéramos hacerle, disminuyendo con ello en forma considerable el número de pecadores/as en el mundo y asentándose una separación cada vez más clara entre Iglesia y Estado. Aunque, claro, de este lado del mundo muchos años más tarde llegaron las dictaduras.
Que dios los agarre confesados. ¿Quién sabe? A lo mejor se acerca pronto el juicio final…