Cada cierto tiempo  cobra vigencia en el léxico político la palabra “lucro”, por décadas tan manoseada en la retórica política dominicana. Al decir de muchos funcionarios y políticos el lucro es incompatible con toda obra de bien colectivo y es una de las causas de las grandes desigualdades sociales que caracterizan la sociedad en que vivimos.

Cuando el lucro es producto del tráfico de influencia, la corrupción administrativa, el narcotráfico, la prostitución, el juego y otras prácticas criminales y  viciosas, la definición le viene al dedo. Pero la satanización del lucro proveniente de una operación o negocio lícito es una de las razones que explican el subdesarrollo material de muchas naciones.

En la clase política de la mayoría de las naciones latinoamericanas  se entiende que el papel estatal en el ámbito empresarial no debe perseguir fines lucrativos, es decir utilidades y niveles de rentabilidad que se hacen necesarios en todo proyecto privado. Esta estrecha visión es lo que explica la quiebra de la empresa pública y la pésima calidad de muchos de los servicios  públicos.

El caso es que no puede concebirse el éxito en los negocios o en cualquier actividad profesional, en los deportes, en el arte, la cultura y el periodismo, inclusive, si no lleva consigo grados aceptables de rentabilidad que permitan la reinversión y la adecuación de las mismas a los avances de la tecnología y los cambiantes tiempos que las leyes de la vida imponen.

Lo que sí está sujeto a discusión es el uso que se le da a las utilidades. En la esfera privada, por ejemplo, la parte lucrativa del negocio se distribuye entre los dueños y los trabajadores. En Latinoamérica, en cambio, la tradición ha sido que en la esfera estatal los dividendos de la acción empresarial se quedan en núcleos más reducidos, lo cual explica en parte la suerte de la empresa pública.