Una buena y justa administración de justicia es un auténtico legado democrático y la única garantía efectiva de respeto a los derechos ciudadanos. Y, por supuesto, el único transitable y seguro camino hacia una sociedad igualitaria donde las diferencias no sean el resultado de la acumulación de riqueza.

Por esa razón, todavía asombra saber que en diarios norteamericanos se leyera en mayo del 2003, lo que nosotros aquí no alcanzábamos a entender de la trágica experiencia del Baninter. Me refiero a que la quiebra, según las autoridades, fraudulentas de ese banco, reflejaba el enorme fardo de corrupción que cargaba esta sociedad sin una pizca de rubor, y sin que mediara nunca una seria y efectiva iniciativa encaminada a extirpar este cáncer que todavía nos corroe y nos llena de vergüenza ante la comunidad internacional.

Una idea del concepto de buena justicia de muchos dominicanos se extrae del impacto que causó entonces la revelación oficial del escándalo del Baninter. Mientras prestigiosos abogados y personalidades respetadas de la sociedad clamaban en esos días, con justa razón y buen sentido, por un respeto absoluto de los procedimientos y una estricta observación de los cánones legales para preservar los derechos que asisten a los acusados del derrumbe de ese banco, pasó desapercibido entre nosotros la noticia de que un pobre señor, para su desdicha apodado Pinocho, había pagado con dos años y cinco meses de cárcel en La Victoria, el delito de haberse apropiado de un pollo ajeno, que ni siquiera él robó, sino que llegó a sus manos por la generosidad de quien lo había sustraído a su legítimo propietario. Dado que un pollo valía 50 pesos en cualquier supermercado, el pobre Pinocho hubiera podido adquirir sin ninguna dificultad alrededor de 130,000 millones de aves con los 55 mil millones del monto del fraude bancario del que habló el Banco Central. Cuestión de oportunidad.