Luego de ver en YouTube las recientes declaraciones de Hugo Chávez, me puse a reflexionar acerca de la vigilancia de la salud de los líderes. En ese mensaje, el presidente venezolano entonó un mea culpa por descuidar su salud y no haberse sometido a chequeos médicos regulares, lo cual hace suponer que el tumor que lo aqueja pudo haberse prevenido. Además, su proclama llegó después de mantener a sus seguidores en ascuas por muchos días debido a la falta de noticias concretas sobre su estado de salud.
La precupación de gran parte de America Latina por la salud de este líder proverbial no es casual. Con su agenda bolivariana y un arma de lucha más efectiva para estos tiempos que la espada de Simón Bolívar (el petróleo del pueblo venezolano), Chavez ha sido el jefe de estado que en la última década ha tenido más impacto en los esfuerzos de integración de los paises latinoamericanos. Se sabe que esa unificación es un prerrequisito fundamental para la independencia no sólo política sino económica de nuestras naciones. Es casi seguro que de interrumpirse el proceso bolivariano en Venezuela, proyectos como Petrocaribe, Unasur y Banco del Sur, entre otros, se verían afectados si no eliminados por sus enemigos políticos. El hiperliderazgo casi omnímodo de Chavez, con su extraordinaria capacidad de convocatoria y enorme peso político, tanto dentro como fuera de Venezuela, ha sido el germen catalizador pero también el talón de Aquiles del movimiento bolivariano. Por eso, su desaparición del escenario político a consecuencia de la enfermedad que lo aqueja supondría un rudo golpe para ese proceso.
La historia de la humanidad está llena de casos de manejo furtivo de las enfermedades de los líderes. Un estudio de la Universidad de Duke publicado en el 2006 encontró que cerca de una tercera parte de los presidentes norteamericanos padecieron una enfermedad mental mientras ocupaban sus cargos. Fueron bipolares Theodore Roosevelt y Lyndon Johnson; Woodrow Wilson, Calvin Coolidge y Herbert Hoover eran depresivos; y Nixon abusaba del alcohol. De acuerdo a su hijo Ron, Reagan desarrolló la enfermedad de Alzheimer estando en la Casa Blanca. El Shah de Irán murió de linfoma y François Mitterrand por cancer de próstata. Ninguno de ellos hizo publico su padecimiento hasta muy entrada la enfermedad o luego de abandonar su posición de jefe de estado.
Es claro que la salud del líder máximo de un país debe ser parte importante de la seguridad del estado. No obstante, juzgando por el despliegue de protección personal de los jefes de estado, parecería que la única muerte que les interesa prevenir es la violenta. Sin embargo, las personas mayores de cincuenta años (entre las cuales se encuentra la mayoría de los líderes), suelen morir con más frecuencia de muerte natural que violenta. En consecuencia, la prevención de enfermedades debería ser tan o más rigurosa que la de muerte por atentados o accidentes. Tanto es así que cuando los enemigos de los líderes de estancia prolongada en el poder agotan todo intento de eliminarles fisicamente, cambian sus tácticas de lucha y modifican su estrategia apostando a la ¨solución biológica¨, es decir, la muerte natural del caudillo.
Como la muerte nunca deja de sorprender, soy partidario de que toda persona que persiga la posición de jefe de estado debe hacer público su estado de salud para que sus seguidores sepan a que atenerse. Una vez en el poder, la información sobre la salud del líder debe manejarse con prudencia para no darle municiones a sus enemigos políticos y no despertar desconcierto en la población. Lo que no debe hacerse es ocultar una afección seria que pudiera impedir el ejercicio de sus funciones. En este caso, el pueblo debe ser informado a su debido tiempo, preferiblemente por el líder que haya sido previamente escogido para relevarlo.