Una cosa que queda clara para cualquiera de nosotros que lee los cuatro Evangelios canónicos del Nuevo Testamento es el carácter manifiesta y radicalmente revolucionario de la vida, obra y pensamiento de Jesús. Como bien afirma Hans Küng, en su célebre “Jesus”, “el mensaje de Jesus era, indudablemente, revolucionario, si por revolución se entiende la transformación radical de las condiciones existentes o de la situación dada”. Ahora bien, ¿qué tipo de revolucionario era Jesús?

Hay quienes han querido ver en Jesus un líder de los zelotes, un movimiento político-nacionalista de la Palestina del siglo I, fundado por Judas el Galileo, que, en su celosa intransigencia político-religiosa buscaba a toda costa, aun acudiendo al terrorismo y al asesinato de judíos, una Judea independiente del Imperio Romano. Pero es obvio que Jesús, quien advirtió que “quien usa la espada perecerá por la espada” (Mt. 26: 51) y que recomendó “amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores” (Mt. 5: 43), creía en la paz y en la no violencia. Tan claro era que su preocupación fundamental no era la ocupación romana de Judea que hasta sanó al sirviente de un representante y símbolo de la dominación romana sobre el pueblo judío (Mateo 8:5-13).

No predicó Jesús un ascetismo como el propugnado por los esenios, ni tampoco un apego al templo y sus sacerdotes tan estricto como los saduceos. Aunque es obvio que Jesús comparte con los fariseos un mismo modo de enseñanza –en parábolas-, una misma forma de argumentación y una igual concepción de la ley en su sentido espiritual (“no crean que he venido a suprimir la Ley o los Profetas”, Mt. 5: 17) y no textual, Jesús se enfrentó a ellos por causa de su rigurosa adhesión a la tradición (Mr. 7: 1-13) y su énfasis en la práctica exterior (de la boca para afuera) y no en los motivos del corazón (Mt 23: 4-33). Se puede decir, en términos contemporáneos, que Jesús no era del establishment (romano, saduceo, fariseo), ni del gobierno ni de la oposición, ni de la izquierda ni de la derecha. “No había asumido ninguno de los papeles previstos; para la gente de ‘ley y orden’ se mostró como un provocador peligroso para el sistema; a los activistas revolucionarios los desilusionó con su pacifismo sin violencia; a los ascetas pasivos y separados del mundo, por el contrario, con su desenvuelta mundanidad; a los piadosos adaptados al mundo, por último, les pareció muy poco comprometido” (Küng).

En sentido general, Jesús rechaza las tentaciones de la política (Mt. 4: 1-11; Jn. 6: 15; Mc. 8: 31-38), pues no quiere ser un salvador secular sino un verdadero Salvador. Su magisterio, sin embargo, tiene consecuencias políticas: inmediatas, en una época donde es difícil separar lo político de lo religioso y donde toda teología es teología política, lo que llevará finalmente a su juicio y muerte; pero a largo plazo también, por un universalismo que sería la semilla de la destrucción del judaísmo. En todo caso, su doctrina de amor al prójimo y de entrega total a los designios de Dios es dura y difícil de seguir. No por casualidad fracasa su ministerio en Galilea y muchos seguidores le abandonan, incluyendo algunos discípulos (Jn. 6: 60-71). 

Tampoco propugnó Jesús por la revolución social, aunque, como dice Jon Sobrino, a Cristo se le conoce mejor desde y hacia los pobres. En palabras de Küng, Jesus “es más cercano a Dios que los sacerdotes, más libre frente al mundo que los ascetas, más moral que los moralistas, más revolucionario que los revolucionarios”. Jesús es Dios vaciado de sí mismo, Dios humanizado, Dios como espíritu y no religión, Dios como amor al prójimo (Jose María Castillo), que nos lleva a darle de comer al que tiene hambre y agua al sediento, visitar y sanar al enfermo y al preso, y recibir en nuestro hogar al forastero (Mt. 25: 31-46). En cuanto “Cristo predica un Reino de Dios que no consiste en la mejora de tal o cual parcela del mundo, sino en una transformación global de las estructuras de este mundo viejo” para crear uno nuevo donde “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Apc. 21: 4), “está anunciando una auténtica revolución”, una liberación “de la conciencia oprimida por el pecado” (Leonardo Boff). Enseñarnos el camino hacia el Reino de Dios e insuflarnos la esperanza de la vida eterna es la verdadera revolución de Jesús.