En materia de libertad las regulaciones suelen ser peligrosas. Los gobiernos autoritarios se valen de ellas para silenciar la prensa y acallar a sus opositores. El desenfreno y la vulgaridad como práctica habitual en algunos programas de radio y televisión han convencido a mucha gente de la necesidad de imponer mayores controles al uso de esos medios. Por tal razón, más dominicanos estarían inclinados a tolerar el exceso de autoridad con tal de ver a sus hijos protegidos de las extravagancias y obscenidades que trazan las pautas de popularidad y el éxito comercial que traen consigo las grandes audiencias.
Debemos reconocer, sin embargo, que los programas propulsores de esos métodos son los preferidos de nuestros líderes y políticos y que son muy pocos los que no siguen sus transmisiones, sin importar el riesgo de caer en las deprimentes trifulcas verbales que se dan en los mismos con inusitada frecuencia. Y deplorar también que sea el respaldo publicitario del gobierno como de las publicitarias lo que les garantiza mantener sus altos ratings.
Recuerdo que al proponer una regulación, el entonces presidente Fernández dijo en el 2010 que así se evitarían las “malas palabras” en las transmisiones radiales y televisivas. La pregunta que hice en aquella oportunidad y la reitero hoy ante la preocupación ciudadana es “¿quién tendrá la autoridad para decidir qué es una mala palabra?”. Admito que mi razonamiento no cabe en una atmósfera de irracionalidad, y que, por ende, se ignore o desdeñe para eliminar toda crítica como vulgar u obscena, imponiendo así una “verdad oficial”, como ha ocurrido en otros países. A lo que le tengo miedo es que algún día esta sociedad le ceda el derecho a un gobierno a decidir sobre un asunto que a mi juicio concierne exclusivamente a la prensa: fijar los límites de su responsabilidad. Delegarla en manos de gobiernos o extraños a ella puede ser el germen de su perdición.