Es perturbadora la resonancia de las letras en muchos escritores, son como zumbidos de abeja que no nos permiten deleitarnos en su prosa ni en sus versos. Se escuchan a lo lejos pero no como el sonido de un manantial que desciende entre las faldas de una montaña, sino como la corriente embravecida de algún rio impetuoso en un cuerpo ya contaminado. Son bardos sin personalidad, atrapados en el mimetismo de algún otro que trepó a lo alto del palo del circo e hizo su número con toda la originalidad de la que fue capaz. Veo en sus movimientos corporales gestos que me hablan de otros autores, meros repetidores de un canto estridente, ronco y sumiso, exitoso en su versión original y que tratan, una y otra vez, de repetir con escasa fortuna.

De ahí procede un creciente mundo de liliputienses que adoptaron apellidos que nos les pertenecen. Son muchos los falsos Borges, Kafka y García Márquez que se mueven en el entramado de la literatura, confiando en que todos seamos ciegos y  creamos el cuento de su originalidad. Esos escritores, si es que les podemos llamar de ese modo, regularmente se muestran pedantes, engreídos, infantiles, casi siempre distantes y no se miran a los pies. Van por el mundo recitando sus frustraciones con elegante destreza.

Uno no logra escuchar jamás su acento particular ni una historia surgida de sus raíces más profundas. Por lo general llevan mucha prisa por llegar a la cúspide mediática y lo consiguen con mucha facilidad. Sacrifican la arteria sangrante del verdadero escritor a cambio del elogio apresurado por parte de la estilográfica pusilánime del crítico de turno. Y es que, para desgracia de muchos de ellos, no logran saber que el artista, el escritor verdadero, es un ser que cabalga solo, pero no desde una soledad física narcisista, sino a través del entendimiento con su propio mundo interior que le impide distraerse en espectáculos mundanos. A partir de ese proceder él crea su espacio, su particular universo que no necesita reproducir las caligrafías bellamente escritas por otros autores. Puede disfrutar de la brisa que sopla en el campo abierto de su vecino, pero sabe con bastante certeza que en su comarca, en su particular parcela, crecen las flores más bellas, vuelan las aves más exóticas, corre el afluente del rio más cristalino con la misma originalidad que en las tierras de sus predecesores, pues como afirma Antonio Fernández Spencer. "Un verdadero poeta no es epígono de ningún otro poeta existente, ni precursor de nadie; porque, como dice Gerardo Diego, el poeta que lo es de verdad es precursor, realizador de sí mismo. Cuando de un poeta se dice que es seguidor o imitador de algún otro es que no es un verdadero poeta".