Hay una República Dominicana amorosa y amable.  No es necesariamente la de los aficionados al ron, el merengue y la pelota, aunque no niego que alguna vez yo haya sido sensible a esos estímulos.  Tampoco es la turística; esa ya tiene buenos defensores como Vin Diesel.  La que hace latir mi corazón es la de los dominicanos que dondequiera que entran ponen una sonrisa en los labios de los demás, como el hombre en la Bakery de Broadway en Washington Heights que le dice socarrona pero amablemente al joven gay que allí trabaja: “Papi, ya tú no me quieres.  Tírame un boche, aunque sea.”  Estos tipos a veces pueden ser lo que en inglés llamamos busybodies (personas entrometidas) pero francamente tienen un increíble don de sociabilidad que atrae.  Congeniamos con ellos por cómo se acercan a la gente incluyéndola en un ejercicio de cariño y amabilidad.

Dejemos de lado por un momento la República Dominicana que machaca a golpes de martillo un Diógenes Céspedes o la de la inmensa nostalgia o los acertijos insondables que tanto cosquillean a Miguel Mena.  Chequeen.  Freno mi impulso crítico por un día.  ¡Bueno, lo intentaré! para expresar mi amor a ese proyecto de solidaridad y esfuerzo colectivo por hacer posible una mejor sociedad a pesar de la negatividad y el futuro incierto. 

Ese experimento colectivo, ese espacio construido por gente luchadora, sincera y cariñosa, es quizás la República Dominicana que evoca con suave paciencia Frank Báez en sus versos y sus crónicas.  Solo en ocasiones se cuenta su historia y se celebra y por lo tanto le dedico este ensayo de amor reivindicativo.  Y cómo no rendirse ante la República de la señora de Haina que a diario rumbo a su trabajo les lleva comida a los perros viralatas y gatos hambrientos de la zona colonial.

Encontramos a estas dominicanas y dominicanos amables en la sala de espera de cuidados intensivos, donde batallan contra la incertidumbre, la angustia, la posibilidad inmediata de perder a un ser querido.  Allí se solidarizan con otras personas, con otros parientes de pacientes, en una alianza momentánea contra el dolor y la muerte. 

Me viene a la mente un ejemplo particular, la enorme reserva de comprensión de aquella joven mujer que nos contaba como ella sola había llevado desde Dajabón a la capital a su padre enfermo del corazón, quien en momentos de sedación anulada solo le reclamaba a ella que si lo iba a dejar morir.  Me encantó de ella esa mezcla de paciencia, delicadeza y fortaleza ante la pasividad agresiva de su padre cobardemente aterrado.   

No puedo amar a la República Dominicana de los cobardes ni tampoco la de los wachimanes del pensamiento.  Dan pena esos intelectuales y escritores de mal genio y amargura cuya labor consiste en, por una miseria, cercenar o ahuyentar a los comportamientos, ideas u opiniones diferentes.  ¡Tristes guardianes de la identidad al servicio empresarial o del partido político de turno!  Salvo inflarse la panza y rascarse el ombligo, no hacen más que promover una sociedad clasista, racista, machista y homófoba que solo pretende que ciertos hombres continúen siendo los jerarcas absolutos de toda empresa, los agentes que controlan las instituciones y los generadores de la más estúpida burocracia, brutal inequidad socioeconómica y de la porquería farandulera que domina los medios.  Vuelve a frenar.

Mejor ponerme a contemplar la República Dominicana que me mostró el joven conductor del Uber, estudiante de ingeniería en la UASD.  En un viaje al Aeropuerto de las Américas de veinticinco minutos me hizo un análisis brillante de la política cultural del estado dominicano.  Me describió como el estado prefería “la educación dirigida” y fomentaba la creencia entre las masas de que solo existe el bien y el mal; que los políticos son dos tipos: el bueno y el malo.  Con dulce dolor (dulce por su grado de empatía con que pensaba y hablaba sobre el asunto) se lamentaba de las pocas oportunidades que se les daba a las intelectuales dominicanas de la diáspora de contribuir con sus ideas y herramientas al desarrollo de los estudiantes, el público lector y la ciudadanía criolla. 

Ese deseo de inclusión y de empaparse de otras ideas es el mismo que vi plasmado en el rostro y gesto de una joven universitaria en un taller académico que al enterarse de mi trabajo crítico rápidamente se me acercó y me invitó a que por cualquier medio participara en un evento dedicado a Pedro Henríquez Ureña.  Impresionante la iniciativa y valentía suya, tomando en cuenta que trabaja en una de esas instituciones culturales dominicanas adversas a la praxis y reflexión crítica, donde dese hace ya un tiempo seguramente me tienen fichado. 

¿Cómo no querer a esa República que construyen la gente luchadora dedicada a vivir y trabajar con esfuerzo y alegría, por su bienestar y por el bien común?  Precisamente, esa sociedad que alzan la gente dulce, brillante y comprensiva que cuidan sus hogares, protegen sus barrios y atienden sus puestos de trabajo con dignidad, calor humano y compasión es la República Dominicana más amorosa y amable.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital ESENDOM.