Las noticias del Medio Oriente han hecho volver a las noticias el tema de las guerras de religión. La destrucción de parte del legado histórico de la humanidad en Nimrod, Hatra y el Museo de Mosul se une al intento del llamado “Estado Islámico” de dominar toda la región. El fanatismo religioso, sobre todo cuando aspira al poder político, sigue constituyendo uno de los grandes peligros a los que está destinada nuestra especie. Las imágenes de bárbaras ejecuciones que despliegan sus militantes nos recuerda con inusitada frecuencia ese peligro.

Sería injusto afirmar que los únicos fanáticos de la historia son los miembros del sector radical del Islamismo, pero en el período que nos ha tocado vivir son ellos los que están sobresaliendo por su crueldad e intolerancia. Desde las épocas más remotas, surge cada cierto tiempo algún movimiento que pretende tener un monopolio absoluto sobre la verdad y justifica actos inconcebibles que se atribuyen a órdenes recibidas de lo alto.

Durante más de cuarenta años enseñé las asignaturas Historia de las Religiones, Historia de la Iglesia, Historia de la Teología y otras materias históricas en universidades y escuelas de teología en Estados Unidos. No fue necesariamente un ejercicio agradable reconocer en clase las atrocidades cometidas por multitud de líderes, creyentes y simpatizantes de una vasta gama de religiones y confesiones, así como también por regímenes promotores del ateísmo. Jamás justifiqué esas acciones con afirmaciones basadas en que otros grupos también realizaron acciones de esa naturaleza. Si alguien quiere justificar, o “comprender” el entorno, de la Inquisición Española o de la ejecución de Miguel Servet en la Ginebra de Calvino, que no cuente conmigo.  Son “cosas del pasado”, pero no pueden justificarse. Algunas personas lo hacen diciendo que “no fueron tantos los muertos” de la Inquisición. Valiente excusa. Otros explican que el caso de Servet tuvo “características especiales”. No me atrevo siquiera a comentarlo.

Aún así, reconozco como mucho peor la actitud de quienes, en pleno siglo XXI, pretenden poseer licencia para humillar, discriminar y ejecutar a seres humanos, mientras se atribuyen el “mérito” de destruir el legado que nos dejaron los antiguos habitantes de la Mesopotamia y regiones cercanas. Tal es el caso de los seguidores del “Estado Islámico” recientemente creado. No en balde, el historiador Ramón Menéndez Pidal nos dejó aquello de: “la historia no se repite, la condición humana es la misma”. Los acontecimientos del Medio Oriente vienen a confirmarlo.

Ahora bien, no todos los que participamos de esa “condición humana” nos comportamos exactamente de la misma manera. Quizás sería oportuno contrastar la actitud del “Estado Islámico” con la de un grupo religioso al que no pertenezco y que jamás creyó en imponer su religión; que no utilizó sus creencias para discriminar a las mujeres o justificar la esclavitud, que defendió el derecho de las personas a tener escrúpulos de conciencia sobre la guerra y que rechazó siempre la violencia. Retomando el tema de la esclavitud, cuando otros la aceptaban en sus decretos y escritos eclesiásticos, los cuáqueros se dedicaban a rescatar esclavos y llevarlos a lugares donde podían disfrutar de la libertad.

Confesiones hermanas, que compartían gran parte de su teología, imitaban a quienes enseñaban la intolerancia, pero los cuáqueros no impusieron sus creencias o su estilo de vida, quizás demasiado austero. Al fundar Filadelfia y la colonia (hoy estado) de Pennsylvania no adoptaron siquiera la meta de ser la mayoría religiosa de las regiones en que residían. No se han ocupado nunca de exhibir en libros de registro cifras deslumbrantes y fantasiosas de feligreses nominales que ya no tienen el más mínimo interés en la religión.

Corría el siglo XVII y los cuáqueros ya se habían convertido en pioneros de ideas que hoy casi todos aceptan, al menos en documentos y declaraciones. No se les puede acusar de haber aceptado impasiblemente aquellas lamentables “reservaciones de indígenas” o de haber negado la posibilidad de servir como clérigos o predicadores a personas de otra raza o a aquellos que no podían probar “limpieza de sangre”.

La Sociedad de los Amigos, es decir, los cuáqueros, fueron honrados hace años con el Premio Nobel de la Paz. Algunos los confunden con los puritanos y otros grupos con una teología bastante compatible con la suya en algunos aspectos. Los cuáqueros han mantenido su propia identidad y sus características aun cuando no coincidieran con las de la época en que se fueron formando. Y no tienen relación alguna con el caso de “Las brujas de Salem” en Nueva Inglaterra o con la matanza de Montsegur en la Francia Medieval.

El contraste con los que destruyen el legado de la humanidad y convocan a la guerra religiosa es demasiado visible como para negarlo. Es lamentable que horrendos capítulos de las guerras de religión se repitan y que grandes multitudes prefieran enorgullecerse de su intolerancia en vez de imitar a quienes, como los cuáqueros de todos los tiempos y el papa Francisco de nuestros días, luchan contra la intolerancia.

Las palabras apostólicas de José Martí bien pudieran aplicarse a partidarios del “Estado Islámico” y grupos similares: “Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica el odio, antes que dulce plática del amor, el evangelio bárbaro del odio…”