La corriente racionalista de la lingüística concibe la comunicación como el espacio reservado al diálogo y plantea que la violencia es muda.  Unos cuantos pensadores críticos, filósofos del lenguaje, han desafiado ese paradigma, ayudándonos a entender que el lenguaje es también una brutal máquina productora de desigualdad y sometimiento.  El lenguaje no siempre suele ser el remedio sino la misma expresión de la violencia, según el filósofo italiano Roberto Esposito.

A mí me interesa entender a fondo la relación entre violencia y lenguaje y pienso que se puede estudiar mediante un análisis comparativo de las metáforas sobre el lenguaje en contextos de conflictos sociales. Dichas metáforas tienden a expresar un rasgo lingüístico en términos de rasgos físicos, rasgos biológicos o rasgos químicos: “la lengua es un escudo;” “en la lengua está la vida;” “el spanglish envenena;” “el habla vulgar de los jóvenes es un cáncer,”  son algunos ejemplos.  Estas metáforas aparecen en  diversas representaciones lingüísticas, discursos, textos académicos o de difusión general, que buscan regimentar las diversas formas de hablar y establecer o legitimar un discurso determinado sobre la conducta lingüística.

Las prácticas lingüísticas y los discursos sobre dichas prácticas generan o responden a un conjunto de situaciones y relaciones de antagonismo que forman parte de la experiencia social.  Entre dichos discursos, privilegiamos al que trata sobre las relaciones conflictuales.  Aunque los discursos de las élites que examinamos tienen fuerte estampa institucional, nos podemos aproximar al fenómeno político-lingüístico intentando remitirnos a las situaciones que precisamente revelan la lucha diaria por la vida; situaciones que poseen una dimensión conocida como la violencia simbólica.

Según Pierre Bourdieu en su libro Meditaciones pascalianas (1999), la violencia simbólica es un mecanismo fundamental en la imposición y el funcionamiento del poder.  Ligada a la articulación de las estructuras sociales y las estructuras cognitivas (representaciones mentales), la violencia simbólica consiste en el sometimiento por parte del dominado al control, o a ser cómplice, del que domina; sometimiento que puede prescindir de la restricción física, ya que los instrumentos cognitivos hacen parecer la angustia y al miedo psicológico algo tan apremiante como natural.

La violencia simbólica es una violencia suave, imperceptible e invisible incluso a sus víctimas.  Se ejerce en su mayor parte a través de los canales de la comunicación, la cognición y el reconocimiento (o más precisamente, el des-conocimiento). Es decir, por un lado, se reconoce que uno está ante una fuerza mayor pero, por otro lado, se desconoce el grado hasta el cual uno mismo contribuye a la construcción de ese poder, aceptando y legitimando su expresión verbal, visual o simbólica.  Si bien el Estado constituye el mayor aparato generador de la violencia simbólica, según Bourdieu, esta se ejerce principalmente mediante el funcionamiento del sistema escolar y la acción pedagógica.  No obstante, sabemos que su bisagra principal es el lenguaje y que el uso del lenguaje y el discurso sobre la lengua juegan papeles fundamentales en la conjugación del paradigma de dominación y en el compromiso con ciertas luchas por y en contra del poder.

Precisamente tomando en cuenta la dimensión simbólica de la conducta social, el filólogo y pedagogo dominicano Ramón Emilio Jiménez (1886-1970) entrenó en la era de Trujillo a muchos de los maestros que fueron desplegados a lo largo del país con órdenes de alfabetizar, cristianizar e hispanizar.  En un texto, titulado “El espíritu de la escuela activa y revolucionaria de la hora” (1934),  Jiménez nos dio un ejemplo clarísimo que ilustra el uso de la violencia simbólica en este contexto.  Dirigiéndose a los maestros y maestras dominicanas que se preparaban para ejercer el magisterio Jiménez explicaba que a “la energía suave” había que agregar la paciencia enérgica: “es un error imaginar que la suavidad debilita la fuerza de los procedimientos disciplinarios; antes bien la reafirma.  La acción brusca daña, al paso que la suave domeña.  Lo que pasa es que el maestro de este tipo no se halla armado de serenidad; quiere precipitar su obra, y en la precipitación está su violencia.”  Aunque el autor también le dedica unas líneas preciosas al papel del amor en la labor pedagógica, el contraste en el fragmento citado es claramente entre violencia material y la “energía suave” (soft power) o violencia simbólica.

En el escenario pedagógico, la violencia simbólica, según Emilio Jiménez, tenia que se ser la manera de responder al anarquismo natural de los niños y los jóvenes quienes, de lo contrario, se dedicarían solo a garabatear las paredes de sus casas y las páginas de sus libros con pornografía.  Esa era también la manera de responder ante los elementos perturbadores del orden social elegido por los dirigentes políticos e intelectuales de la sociedad.

Cabe señalar que hay varios vínculos entre la noción de violencia simbólica que tomamos prestada de Bourdieu y la concepción antropológica de la violencia.  El antropólogo Glenn Bowman (2001) nos explica que la violencia no solo se manifiesta en la destrucción de las fronteras sino también en la creación de ellas: “y esa ‘violencia intransitiva’ (que puede operar conceptualmente antes de expresarse como acción) sirve para crear las integridades e identidades que a su paso son sometidas al tipo de violencia que busca víctimas.   Para efectuarse la violencia tiene que dejar a su paso no solo sangre y destrucción, sino también monumentos, historias, cuentos, himnos, poemas, canciones, dichos, proverbios, amenazas,  etc.  En resumen, la violencia es una constante en la historia y en el discurso.  Sirve tanto para oprimir como para resistir.  El campo de la historia dominicana nos brinda oportunidades para estudiar el desempeño y el uso de la violencia simbólica.  Próximamente reflexionaremos en torno a unos ejemplos concretos.  Ello ayudará a comprender cómo se construyen los instrumentos de la discriminación y exclusión social.