El escritor Guillermo Piña-Contreras, en uno de los coloquios organizados por la Universidad APEC, y refiriéndose a la función del intelectual escribió: “El tema viene rodando desde finales del siglo XIX cuando Emile Zola, el conocido novelista, se lanzó en defensa de Alfred Dreyfus, un oficial francés de origen judío acusado, injustamente de traición”.   En ese momento, el término intelectual se usó como un calificativo peyorativo, que los contrarios a Dreyfus utilizaban despectivamente para designar al grupo de personajes de la ciencia, el arte y la cultura, que con sus posiciones contrarias al poder, apoyaban la liberación del militar. Éste es un caso célebre, y su invocación suele predecir el debate de ése comportamiento angustioso entre los intelectuales y el poder. La relación entre el intelectual y el poder, ha sido un tópico en el discurrir de la historia de la humanidad,  que ha concitado apasionados debates y análisis reflexivos sobre este vínculo de “amor y desamor” producido entre dos naturalezas que tienen el don de la seducción.

El intelectual, ese ente creador de universos alternativos y de nuevas opciones de realidad, que nos encanta y cautiva con su discurso creativo, ha sido a su vez sujeto embriagado por las mieles de ese poder que lo condiciona, y convierte su arenga, como bien dice Andrea Revuelta, “en una crítica cortesana que jamás toca lo esencial de los mecanismos del poder y mas bien los oculta”. 

Desde el sabio Sócrates, filósofo de ideas que aun tutelan la vida contemporánea y quien muriera por defender la democracia contra la tiranía, hasta su antítesis, el divino Platón, consejero oficioso de gobernantes, las visiones de los intelectuales han estado en contraposición, influidas siempre por las ópticas de sus conciencias y de las conductas éticas, que los mueven a plantear y asumir ideas capaces de influir en sus congéneres. El intelectual, como ideólogo del poder, puede transformar el imaginario de los individuos instituyendo valores, dogmas y símbolos que lo apalanquen; como también, desde la acera contraria, asumir el discurso crítico que lo impugne. Recordemos la posición de Borges, en defensa de las dictaduras militares de Argentina; Octavio Paz y sus escritos contra el totalitarismo; Ezra Paund absorbido por el fascismo; Heidegger y su romanticismo con el nacismo o  las posiciones de izquierda de Neruda y Gabriel García Márquez

En nuestra aldea insular, su historia republicana esta preñada de intelectuales corifeos de caudillos y déspotas, así como de otros, que por sus posiciones e ideas confrontadas contra el poder de turno, pagaron su osadía con arbitrariedades, vejámenes, y hasta con sus vidas. Siempre recuerdo el macabro espectáculo de la guardia republicana destrozando a machetazos a Santiago Guzmán Espaillat, un tribuno idealista que cabalgó inflexible en su potro de rebeldía, y que a principio del siglo XX encarna el primer martirologio intelectual del país. Frente a cada derrota derivada de sus encontronazos con la fría objetividad de lo real, el intelectual dominicano planeó en el mito ambiguo que lo alejaba de la tierra sólida del sentido común. Si estamos sometidos a la degradación del espíritu, si experimentamos solo furtivamente los sentimientos de la angustia, de la náusea, del autodesprecio porque la reproducción de la vida material nos obliga al lambonismo, a la miseria moral. Me llega a la memoria el desgarramiento de Hostos, su obcecación por tratar de que su discipulado no perdiera el rumbo; y la decepción que lo sobrecoge, porque el hostosianismo, y los hostosianos, desembocarán en la encrucijada de la ideología trujillista, como uno de sus soportes fundamentales.

Escribo estas notas de golpe, luego de leer una entrevista que el diario “El Caribe” le hizo al Ministro de cultura Pedro Vergés. ¡Oh, Dios, cuánta degradación moral!