Recientemente, el Consejo Nacional de Competitividad presentó para discusión en consulta pública el borrador de decreto presidencial sobre “Eficiencia de la Actividad Regulatoria del Estado Dominicano”. El objetivo de este decreto -en la línea de acción establecida en la Estrategia Nacional de Desarrollo, tendente a impulsar un Estado competitivo que reduzca la tramitología y la permisología, así como los costos y tiempos necesarios para efectuar transacciones y lograr autorizaciones- es el de aplicar efectivamente las buenas prácticas regulatorias (“better regulation”), fundamentalmente a través del instrumento del “análisis de impacto regulatorio” que, en definición canónica, debe medir “todos los impactos posibles de la regulación incluyendo costes y beneficios, así como la sostenibilidad.” Se trata de una iniciativa normativa loable e impostergable, que nos alinea con nuestros países competidores en la región y que, en la medida en que mejorará sustancialmente la actividad regulatoria del Estado, definitivamente subirá nuestra calificación riesgo-país y como país destino de inversión.
El reglamento propuesto parte, sin embargo, de un error conceptual, muy común en la literatura económica y politológica, que en gran medida ha sido receptado en una parte de la doctrina jurídica y que no es fenómeno exclusivo de la República Dominicana. Este consiste en confundir regulación con reglamentación. Es cierto que tradicionalmente los juristas han entendido regular como sinónimo de reglamentar. Ello no es casual. En efecto, la cuarta acepción del término “regular” según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, es “determinar las reglas o normas a que debe ajustarse alguien o algo”. Sin embargo, las primeras tres acepciones de la palabra según el mismo Diccionario son “medir, ajustar o computar algo por comparación o deducción”, “ajustar, reglar o poner en orden algo” y “ajustar el funcionamiento de un sistema a determinados fines”.
Precisamente, en la actualidad, la mayoría de la doctrina jurídica considera que, tal como establece Santiago Muñoz Machado, “regular no es, pues, producir normas (lo es también, desde luego, pero no desde la perspectiva que ahora nos interesa), sino una actividad continua de seguimiento de una actividad. Tal control exige la utilización de poderes de diverso signo: algunos tienen carácter normativo y se traducen en reglamentaciones; otros, sin embargo, consisten en la supervisión del ejercicio de la actividad; otros la ordenación del funcionamiento del mercado; en fin, puede concurrir un poder de resolución de controversias y también el poder sancionador”. No por azar, por ejemplo, la Ley Monetaria y Financiera, a la hora de definir el alcance de la regulación del sistema monetario y financiero, establece que “la regulación del sistema comprende la fijación de políticas, reglamentación, ejecución, supervisión y aplicación de sanciones, en los términos establecidos en esta Ley y en los Reglamentos dictados para su desarrollo” (artículo 1.b).
De manera que, desde la óptica de la dogmática jurídica, aunque reglamentar es regular no toda regulación es reglamentación. Se habla así de una “función regulatoria” del Estado que puede ser desplegada desde la Administración centralizada o desde los “organismos reguladores” creados por el legislador para encargarse de la “regulación de los servicios públicos” así como de “otras actividades económicas”. Y se habla también de un “Derecho regulatorio” que es básicamente el Derecho administrativo aplicado a la función regulatoria y a los organismos reguladores. El Estado es, pues, un Estado administrativo y la Administración es una Administración eminentemente reguladora, encuadrado jurídicamente en la cláusula constitucional del Estado regulador.
Es por lo anterior que considero que el decreto debería denominarse decreto sobre la “Eficiencia de la Reglamentación como Actividad Regulatoria del Estado Dominicano”, porque lo que se busca es esencialmente evaluar el impacto regulatorio de las normas (“rule-making”) dictadas por la Administración y no el del resto de las actividades regulatorias del Estado, tales como la supervisión o la potestad sancionadora (“order-making”). El énfasis entonces debe ser en compatibilizar eficazmente las disposiciones del decreto con la Ley No. 107-13 sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo, que establece “los estándares mínimos y obligatorios de los procedimientos administrativos que procuran la adopción de reglamentos, planes y programas, que poseen un alcance general” (artículo 30).
Estas y otras observaciones sobre esta importantísima iniciativa las he sometido al CNC, conjuntamente con el Dr. Javier Barnes, reconocido iuspublicista, y los licenciados Luis Sousa Duvergé, Roberto Medina y Rachel Hernandez, de nuestro despacho de abogados, esperando puedan enriquecer la versión final de este reglamento, que contribuirá sin duda a una mejor reglamentación y regulación.