Una buena educación requiere de buenos maestros.  Una buena salud exige buenos médicos. Son verdades axiomáticas, simples y llanas.  De igual modo, una buena seguridad no es posible sin contar con buenos policías.  Para lograrlo, es preciso disponer de un personal de calidad,  materia prima esencial para formar agentes responsables, bien entrenados, con vocación de servicio, espíritu de superación y  valores impermeables al soborno. Y esto no es posible bajo las actuales condiciones de reclutamiento que ofrece el cuerpo policial.

¿Cómo pensar que un ciudadano que reúna tales características pueda sentirse atraído a ingresar en las filas de la institución de orden público y hacer carrera dentro de la misma, con la poco alentadora perspectiva de jugarse la vida frente a una criminalidad cada vez más violenta y agresiva a cambio de un auténtico salario de miseria, cuando sin correr ningún riesgo en cualquier otra actividad, hasta la más modesta y que tan siquiera requiere la más mínima capacitación especial, puede obtener ingresos superiores?

¿Con qué disposición de ánimo puede patrullar las calles, encarar  la delincuencia, poner en juego la piel, enfrentar con ánimo sereno cualquier situación conflictiva cuando detrás ha dejado un hogar y una familia asediados por la miseria?  ¿Cómo permanecer impasible y resistir la tentadora oferta del capo barrial que le ofrece por unos instantes de comprada distracción, tan solo voltear la vista hacia otro lado, o de abierta complicidad,  recibir el salario de todo un año?

¿Qué justifica el contrasentido aireado por  Servio Tulio Castaños,  vicepresidente ejecutivo de la FINJUS, de que mientras en la comida de cada recluso el Estado invierte noventa pesos diarios en la de un agente es de apenas ¡8 pesos¡ algo que cae dentro del terreno del más completo absurdo y que evidencia hasta qué punto es el trato de marginación que recibe este último?

Razón de más le asiste al diputado Elpidio Báez, quien preside la Comisión Cameral que estudia el dilatado proyecto de Ley de Reforma Policial, cuando advierte que nada cuanto se haga por afinar el mismo tratando de convertirlo en una pieza ideal,  arrojará resultados positivos en tanto no se dignifique la profesión policial y se mejoren de manera sustancial el  salario y condiciones de vida personal y familiar de los agentes.

Tal ocurría en Colombia, cuando el general Rosso  tomó a su cargo el mando del cuerpo policial y después de una  drástica depuración de sus filas introdujo sustanciales mejoras en las condiciones de vida de sus integrantes, exigiendo y logrando a cambio, un desempeño disciplinado y ejemplar de los mismos.  Rosso estuvo en el país hace algunos años y dejó constancia de sus experiencias.   Pero las mejoras salariales que en cambio han tenido lugar aquí apenas se han sentido.  Han sido contadas y poco significativas, sin que hayan contribuido a elevar de manera mínimamente apreciable la calidad de vida de los uniformados.

Axiomática también la sentencia de que toda sociedad disfruta del nivel de seguridad que está en disposición de pagar.  En nuestro caso, lamentablemente, el pago que ofrecemos es tan pobre que resulta también igualmente pobre, salvo contadas y raras excepciones,  la calidad de quienes se suman a las filas policiales, donde las periódicas y necesarias depuraciones obligan a sumar bajas por millares, sin que el personal de relevo ofrezca mucho mejores perspectivas de cambio.

El tema se ha planteado muchas veces. Al parecer habrá que seguirlo haciendo repitiendo sin fatiga y hasta el entendimiento, que un buen nivel de seguridad ciudadana no es posible sin salarios dignos para sus agentes y todos los demás beneficios sociales que deben hacerle coro, ni la Reforma Policial podrá ser realidad que  produzca cambios sustanciales sin partir de esa base.

Esperar lo contrario, es pura fantasía.