La pretendida reforma penal que impulsa desde el congreso nacional el diputado Alfredo Pacheco ha prendido en la sociedad dominicana como fuego forestal, y en consecuencia ha disparado las alarmas sociales. Dicha reforma, a la que se tilda de moderna, no resiste el más mínimo análisis dogmatico doctrinal que permita coronar el mote de moderna.
El hecho de adoptar el cúmulo de pena, es decir, otorgar al juez la facultad de imponer sanciones distintas cuando al imputado se le atribuyen o imputan más de una violación penal no lo hace moderno, esto así porque la figura del cumulo de la pena en la dogmatica y practica penal es de vieja data, y es la concreción de la tesis o doctrina penal del concurso de infracciones, adoptadas por Inglaterra, Estados Unidos, Argentina, Costa Rica, España, por señalar solo algunas de las naciones, de tal suerte que mas que modernidad estamos llegando de modo tardío a un instituto penal.
Al reivindicar el hecho de que el cumulo de la pena permite incrementar las sanciones a imponer a los imputados, presupone que la pena en una mayor proporción de años resulta consustancial a la persecución y erradicación del delito y la delincuencia, es decir, predomina la penología, ciencia cuyo fin consiste en aplicar principios filosóficos a las prácticas sociales destinadas a reprimir las actividades criminales, sin embargo, la despenalización y las medidas alternas a las cárceles son las que priman en las concepciones modernas del derecho penal.
En sus pretensiones de modernidad el legislador “moderno” ha desvanecido instituciones y categorías penales ancestrales, que constituyen la esencia misma del derecho penal, tal es el caso de la figura del delito y la delincuencia, pues en el recién aprobado proyecto de código fue eliminada la figura del delito, para dar paso a la figura de la infracción, sin ofrecer en las explicaciones de motivos, las razones por las cuales la adoptan. En nuestra tradición jurídica una infracción constituye una violación a la ley de menor peligrosidad que las que están tipificadas como delitos o crímenes; también son conocidas como faltas administrativas y son tratadas como ofensas civiles; además no traen como consecuencia una pena de cárcel o incluso la libertad condicional.
El acierto de tipificar el feminicidio y la imposición de una pena de hasta 40 años, así como el aumento de la pena para la violencia domestica o intrafamiliar, violencia de género y las agresiones sexuales, que deberían ser entendidas como una contención y protección de los derechos de las mujeres por su condición de vulnerabilidad, ha quedado relegada en tanto el legislador decidió omitir el reclamo popular de las 3 causales. Como explicar que se incremente la pena al violador sexual y que no se permita el aborto del producto de esa violación.
Los delitos que atentan contra la administración pública o infracciones de corrupción, como lo ha decidido denominar el “legislador moderno” constituye otras de las panaceas ofertadas, titularidad que a mi humilde entender justificaría por si sola una reforma penal, pero que en el abordaje del mismo, nuestros legisladores echan por la borda el esfuerzo reformador, no solo por la pena señalada a la corrupción de dos a tres años de prisión, sino también por el reducido catalogo tipos penales que contemplan.
Mucha espuma y poco chocolate se observan en el pretendido proceso de reforma penal, lo cual no debe extrañar ya que a simple vista se observa el animus de mercadear que prima en los legisladores, y de manera especial en el Presidente de los diputados. Un proceso de reforma tan delicado no puede descansar en la voluntariedad de un puñado de legisladores que amparado en la representatividad democrática, sustituya al protagonista de la reforma, a saber, la sociedad dominicana. Es preciso preguntarnos ¿Dónde están los aportes de los académicos y doctrinarios dominicanos? De aquellos que enseñan a nuestros estudiantes la teoría del delito, o los aportes de la judicatura entidad llamada a aplicar la ley penal a aquellos que infringen las normas.
El derecho del siglo XXI es un derecho vivo, popular e incluyente, y solo la participación popular de la ciudadanía legitima procesos legales, a los cuales garantiza la eficacia y la eficiencia requerida. El “legislador moderno” aun está a tiempo de encausar su proceso de reforma por amplias consultas sectoriales