El empresariado dominicano viene reclamando desde hace años la necesidad de modificar el Código de Trabajo de 1992 por entender que la rigidez de la normativa laboral y los costos laborales contribuyen decisivamente al bajo nivel de empleos formales, los bajos salarios y la prevalencia de la pobreza estructural, todo ello pese al alto crecimiento de la economía dominicana. Sin embargo, hay quienes entienden que la alta informalidad del mercado laboral dominicano se debe fundamentalmente a un modelo económico que no fomenta las empresas de alta generación de empleos formales, como lo es el turismo, la minería y la industria, más que al régimen laboral vigente. En otras palabras, la ley laboral ni crea ni destruye empleos. Mas aun, los costos que más inciden en la actividad empresarial no son los laborales sino los asociados a la energía eléctrica, al acceso al crédito y al capital, a la tributación y a las cargas parafiscales, y a los costos vinculados a la tramitología y a la corrupción. Es a la disminución de estos costos que deben estar dirigidas precisamente las políticas públicas de activación de las empresas y, por ende, del empleo, en lugar de al desmonte de las garantías laborales. Por eso, si se quiere promover el empleo formal y digno, la mejor manera de hacerlo no es a través de la reforma de la normativa laboral sino adoptando un conjunto de políticas públicas destinadas a estimular la creación de empresas pequeñas, medianas y grandes en los sectores de uso más intensivo de mano de obra. Y es que la mejor política de activación del empleo es la que activa a las empresas.
Para activar las empresas lo ideal y lo posible es luchar porque: (i) ninguna persona forme parte de una población residual, excedente y prescindible; (ii) no se deprima constantemente el nivel de los salarios fomentando el trabajo de inmigrantes ilegales y permitiendo que las empresas contraten impunemente mano de obra ilegal; (iii) las empresas puedan acceder efectivamente a un crédito en base a tasas razonables; (iv) los fondos de la seguridad social puedan ser invertidos en las empresas dominicanas más rentables y productivas, para que todos podamos ser accionistas, en un sistema de capitalismo popular, de esta gran empresa que es República Dominicana; (v) el sistema tributario promueva la inversión, el ahorro, la productividad y las exportaciones y no descanse exclusivamente en los asalariados y en las empresas y profesionales transparentes; y (vi) se reprivatice y reforme estructuralmente el sector eléctrico, para fomentar en la población la cultura de pago de la energía, las energías verdes y alternativas y la generación eficiente y a costos razonables y no distorsionados.
Lo anterior no significa que no sea viable y positiva una reforma laboral, pactada por el empresariado y los trabajadores, tendente a modificar la jornada de trabajo en base a un tope de horas anual que permita planificar el trabajo en base a los ciclos de la producción; hacer efectiva la conciliación; sancionar el litigio temerario y abusivo en materia laboral para acabar con las mafias y el terrorismo laborales; promover los planes voluntarios de igualdad y no discriminación en las empresas mediante un sistema adecuado de incentivos fiscales; y proteger los derechos fundamentales del trabajador en tanto persona (dignidad, honor, intimidad, no discriminación, etc.). Una reforma laboral en esos términos debe ser sopesada, emprendida y apoyada por todos, ya que nos permite no solo ser más competitivos sin poner en juego los derechos y garantías de los trabajadores sino, lo que no es menos importante, promover empleos de calidad.
Ahora bien, toda reforma laboral debe partir de que los derechos laborales son fundamentales y que su garantía permite reforzar la autonomía negocial de los trabajadores, su fuerza contractual, para que no se vean constreñidos a aceptar cualquier condición laboral impuesta por los empleadores. Y lo que no es menos importante: tal reforma debe asumir que el principio del no retroceso social, reconocido por el Tribunal Constitucional (Sentencia TC 93/12), vuelve inadmisible todo recorte de los derechos del trabajador que no sea compensado por garantías sustitutorias efectivas. Hay que estar claros en algo: no podremos desarrollarnos como economía y como nación si no convertimos a nuestro país en la “República del trabajo” que soñaba Pedro Francisco Bonó. Activar el empleo y no la precariedad debe ser el objetivo de las políticas públicas de un Estado que se proclama Social y Democrático de Derecho en el artículo 7 de nuestra Constitución.