Francamente hablando, se está escribiendo tanto sobre el coronavirus, que preferiría no abordar el tema. En especial, en este momento de saturación de todos los medios de comunicación, abarrotados de noticias y opiniones dispares, que más que dar luz sobre el asunto, nos dejan confundidos y apesadumbrados. Sin embargo, el encierro inevitable y el deseo de que aparezca una salida a la actual situación, obliga a devorar cualquier información relacionada con el Covid-19. Esto, definitivamente, no va a parar por ahora. Con suerte, siendo optimista, para Navidad podremos enfocarnos en otras cosas.

No obstante, en aras de mis compromisos con temas de derechos humanos y respeto a la igualdad y equidad, quisiera llamar la atención sobre la realidad de las personas migrantes en tiempo de coronavirus.

Lo primero es reiterar, al igual que otros autores, que los migrantes a nivel mundial pertenecen a la legión de seres humanos que poco interesan a una gran mayoría de Estados y Gobiernos, sobre todo, aquellos que por “ilegales” pasan a la condición de “invisibles”. En los últimos años, varios países (los menos) han transformado sus legislaciones o elaborado otras para lograr que los inmigrantes irregulares puedan gozar de los mismos derechos y deberes que sus nacionales. En este sentido, República Dominicana ha tenido avances significativos en cuanto al acceso de los migrantes a los servicios públicos de salud y a la seguridad social, así como a la educación. Por el contrario, muchos otros países (los más) han endurecido sus normativas al respecto para eliminar los derechos fundamentales de estas personas sin considerar sus aportes sustantivos, e incluso buscando artimañas legales para contener o evitar la inmigración.

De tal suerte que, un inmigrante, para un significativo número de personas, es menos que nada, aunque se acepte bajo la mesa su fundamental contribución en la cadena de producción primaria tanto agrícola como industrial o de servicios. Varios organismos internacionales, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), por solo mencionar algunos, se han encargado de mostrar el notable aporte de las personas migrantes al desarrollo socioeconómico de los países. Sin embargo, estos informes van a parar, casi siempre, a las mesas de los especialistas, no así de los periodistas y comunicadores.

Si revisamos las últimas declaraciones de los jefes o jefas de Estado o de los primeros/as ministros/as, ninguno hace referencia a la necesidad acuciante de protección de los inmigrantes. Solo unos pocos estados o localidades se han pronunciado al respecto, como es el caso de Nueva York, donde se ha afirmado que estos recibirán ayuda social. Pero resulta que, sin esa mano de obra extranjera, de poca paga y con limitados beneficios, no se podrá lograr el resurgimiento de las economías mundiales.

Nuestros gobernantes, en los múltiples discursos e intervenciones que realizan, obligados por la crisis sanitaria, deberían expresar de manera explícita si se han incluido los inmigrantes en los programas de ayudas social y económica y de salud en estas circunstancias inéditas que estamos viviendo o quiénes deben asumir la responsabilidad de coordinar y garantizar tales beneficios. ¿Se tienen en cuenta los inmigrantes cuando se habla de igualdad para todos? En teoría, se supone que sí, pero apenas se ve en la práctica. Con optimismo, espero que el cambio de trayectoria que ha generado esta pandemia a nivel global sirva para darnos cuenta de que, en los países donde habitamos, debemos recibir los beneficios que estos brindan sin distinción de raza, credo u origen.

Somos conscientes del temor de algunos políticos cuando se habla públicamente de que los inmigrantes (ya sean documentados o no) tienen iguales derechos a los servicios públicos. Un claro ejemplo es la dolorosa noticia de que muchos de nuestros compatriotas residentes en Nueva York (la ciudad de Estados Unidos donde viven más dominicanos) han fallecido por el COVID-19. 

Otra información, referida al apoyo económico que están dando los Gobiernos, de una u otra forma, según sus capacidades, a los trabajadores y las empresas, nos lleva a preguntarnos el número de inmigrantes que han sido incluidos en estos programas de ayuda, y aquellos que no cuentan en registro alguno y no podrán obtener estos beneficios, a pesar de estar en la misma situación de los nacionales y realizar iguales aportes a la economía de sus países de acogida. 

En los últimos días he leído algunos informes y noticias relacionados con la situación de las personas privadas de libertad y la recomendación de liberar un determinado número de reclusos para descongestionar las prisiones por los riesgos de contagio del coronavirus. Muchas de estas propuestas provienen de organizaciones de derechos humanos que considero muy serias. Ninguna de ellas ha hecho alusión al estado de las personas extranjeras privadas de libertad en similares condiciones que los nacionales en las cárceles.

Indudablemente, esta crisis inesperada puso sobre la mesa las tareas y desafíos urgentes que debemos emprender para salvarnos y salvar el planeta. Nos ha permitido constatar la necesidad de acometer iniciativas inclusivas, de integración y ayuda mutua, destinadas a garantizar la igualdad y el respeto a la diversidad. Sobre todo, nos ha enseñado que las diferencias de género, religión, ideología, política, origen, etc., por las que nos hemos enfrentado y separado durante tanto tiempo, no tienen ningún significado en las actuales circunstancias. Nada es más importante que la humanidad y el entorno que habitamos. Todos los seres humanos somos legítimos de derechos, deberes y obligaciones.

A partir del desafío que nos ha planteado el coronavirus, nuestro deber es con la humanidad toda. Soy optimista y confío que de esta terrible experiencia nos reformularemos un conjunto de preceptos, saldremos más fortalecidos y seremos mejores personas.