Nunca imaginé que el 17 de octubre de 1987 me marcaría de por vida. Han pasado 31 años y parece que fue ayer.

Ya era locutor con carné 3772, al final de 1979, aquel invierno en que llegué a la capital procedente del municipio Pedernales, en la misma frontera con Haití, a unas cinco horas y media por la endiablada carretera 44.

Dos objetivos: insertarme y triunfar en la mejor radio citadina y estudiar en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Difícil. Mucho más para un pueblerino con pretensiones de talentoso, única carta de presentación en un mundillo donde los “apellidos sonoros” y otros engarces a ratos pesan más que el desempeño.   

El demócrata Partido Revolucionario Dominicano y aliados habían ganado a Balaguer y a su Partido Reformista Social Cristiano las elecciones del 16 de mayo de 1978. Pero los remanentes de la violencia política de los 12 años aún se sentían con fuerza en la academia estatal, centro de sistemáticos reclamos sociales y de formación de los pobres, sometido al más vil ahogamiento económico. Los semestres resultaban tan largos como las interminables persecuciones ideológicas.

El disenso equivalía a delito grave. El pensar diferente era un boleto VIP de entrada a la muerte en cualquier momento. Matar a “comunistas” redituaba premios y loas entre los perversos. El reinado de los verdugos gozaba su momento cumbre.

La perseverancia, sin embargo, podía más. Nada ni nadie impediría mi avance hacia las metas. Al menos, así pensaba; mas, doña Zoraida Pérez (doña Zora), mi mamá, no estaba en eso de objetivos ni metas mías, pues –pensaba ella– mi integridad era prioritaria. 

“Mi hijo, deja eso y ven para acá, para Pedernales; te van a matar. Mejor que no estudies y te quedes vivo. Aquí no vas a pasar hambre. Hay mucha inseguridad”, mascullaba.

Mujer de iglesia (en el discurso y en la práctica), como Carmela, Gelín, Tatá Atila, Ramona, Fefa, Romelia, Blanca y otras. Nunca subía la voz. Hablaba siempre entre dientes. Los términos ¡Coño!, ¡Er diablo!… no existían en su léxico. Las estridencias le molestaban. Todo conflicto lo resolvía con un “encomiéndaselo a Dios”, sin importar su dimensión. No le pasaba un domingo sin visitar enfermos en el hospital o en viviendas, y presos en la cárcel del pueblo. Lo consideraba un mandato del Señor.

¡MÁTALO, MÁTALO!

Estaba yo muy cómodo en el horario diurno de Radio Radio, 1,300 kilohertz. Recuerdos del Club del Clan, El Mundo de la Infancia, Tangos Inovidables, La Historia de los Éxitos… Llamadas telefónicas permanentes, oyentes leales, pasión por el buen gusto… ¿Qué más para un muchachón de 22 años?

Pero, en ese horario, sufría un dilema: seguir bajo el arrullo de las emociones, o terminar la carrera de Comunicación Social en la UASD. Ambas me atrapaban.

La selección de las últimas asignaturas del infinito Plan de Estudios solo sería posible si dejaba las mañanas de Radio Radio y optaba por un horario nocturno. Las secciones de materias de la carrera eran únicas y chocaban con el horario de trabajo de trabajo.

Sin más caminos, comencé otra historia en la emisora del exigente Rafael Martínez Gallardo, dirigida por el versátil Jesús Rivera, mismo del histórico programa Proscenio, la exitosa obra de teatro Vivencias de un Viejo Barrio (Villa Duarte) y de algunas de maestrías de ceremonias del presidente Salvador Jorge Blanco.

Ahora el horario sería: 9:00 p.m./12:00 de la noche. De nueve a diez: Voces de Siempre: Roberto Ledesma, Roberto Yanés, Marco Antonio Muñiz, Chucho Avellanet, Felipe Pirela, Tito Rodríguez. Luego, dos horas de música romántica variada, hasta el cierre.

Doña Zora, taciturna sin parangón, se las ingeniaba para convencerme sobre la necesidad de que abandonara ese horario. Insistía en que no moriría si adoptaba esa decisión y regresaba a Pedernales, a la casa de la Juan López 4, donde nací y me crie.

“Te van a atracar, mi hijo, te van a atracar; sueño todas las noches con eso”, aconsejaba una y otra vez esta mujer que se sobreponía a sus recurrentes achaques de salud para ser útil en el hogar.

Una medianoche salí de la estación ubicada en el segundo piso de la tienda El Palacio,  en El Conde esquina Espaillat; caminé raudo en dirección este-oeste, buscando el Parque Independencia, donde montaría un “carro de concho”, rumbo al sector Honduras. Espera. Solo algunos transeúntes  se movían sigilosos. Y trabajadoras sexuales que merodeaban la plaza, flirteando a probables clientes.

Pasaron los minutos, y nada. Media hora, y nada. Una hora, y nada. 1:00 de la madrugada. Se acercó un carro Chevrolet, grande. El chófer gritó: ¡Feria, Feria! No llegaría hasta Honduras. Me dejaría un kilómetro antes, frente a la universidad O y M. Monté con la esperanza de hallar un relevo.

Había pasado media hora cuando me disponía a caminar hacia la casa, pero llegó de repente un carrito rojo, japonés. No lo pensé. Abordé. Tres jóvenes aparentaban como pasajeros. Arrancó el recorrido.

Cien metros más adelante, de repente, uno gritó a toda garganta: ¡Esto e un atraco, coño! El chófer gritaba: ¡Mátalo, coño, mátalo! Pistolas al cuello y a las costillas, mientras me despojaban de lo poco que portaba.

Se desviaron de la avenida Independencia, en dirección norte-sur, hacia el malecón. Y, sin saberlo, lo hicieron justo por la calle El Sol del barrio 30 de Mayo, justo donde yo vivía… “Déjenme aquí”, les rogaba. ¡Mátalo! ¡Mátalo! La frase se repetía sin cesar en mi cabeza.

Inmovilizado, me imaginaba tendido en un ataúd, con cuatro velas encendidas y mi madre llorando desconsolada mientras contaba a parientes y curiosos sus consejos para que regresara a Pedernales…

El joven conductor había girado hacia el oeste, malecón abajo. Mis nervios se tensaron más. Uno de sus secuaces gritó: ¡Tranquilízate, te vamos a dejar allí!

Se orillaron justo frente Metales Dominicanos (Metaldom), y ahí abrieron la puerta trasera derecha. ¡Bájate, y ni mires, pa no matarte, coño! Obedecí. Vi cuando se alejaba el carrito. Lo perdí de vista, pero aun no me creía vivo.

Cerca de las dos de la madrugada, al presentar la denuncia en el cuartel del Plan Piloto de Honduras, solo me contaron con mofa:

“Confórmate que no te dieron una puñalada en las nalgas, ni te violaron. Hemos recibido varios casos esta noche, y los han tirado por el malecón”. Única respuesta.

SÚPLICA

La premonición de doña Zora se había cumplido. Ahora rogaba que aprovechara la ocasión para retirarme. Un día, sin salida, le contesté: “Mamá, no se preocupe, volveré a Pedernales, profesional… o muerto”. Ella calló.

Seguí en la UASD y en las noches de Radio Radio. Ella, discreta y responsable siempre, enviándome sal y pan desde Pedernales.

El 28 de octubre de 1987, Día de la Universidad, sería la graduación, y ella mi madrina, como regalo y muestra de perseverancia. Pero once días antes, murió. Comenzaba el principio del fin de papá, don Curú. Murió en mayo de 1994.

Han pasado 31 años y parece que fue ayer. Las escenas se repiten en la mente.