LA DEMOCRACIA israelí está resbalando. Se desliza lentamente, sin sobresaltos, pero sin lugar a dudas.
¿Hacia dónde? Todo el mundo lo sabe: hacia una sociedad ultranacionalista, racista, religiosa.
¿Quién está dirigiendo el paseo?
Pues, el Gobierno, por supuesto. Ese grupo de don nadies escandalosos que llegó al poder en las últimas elecciones, encabezados por Benjamín Netanyahu
Pero en realidad, no. Tome a todos estos bocones, demagoguitos, los ministros de esto o lo otro (yo no puedo recordar bien quién se supone que es ministro de qué) y enciérrelos en algún lugar, y nada va a cambiar. Dentro de diez años a partir de ahora, nadie va a recordar el nombre de ninguno de ellos.
Si el gobierno no es quien dirige, ¿quién lo está haciendo? ¿Quizá la mafia de derecha? Esa gente que vemos en la televisión, con rostros retorcidos por el odio, al grito de “¡Muerte a los árabes!” en partidos de fútbol, hasta que se quedan roncos, o que se manifiesta después de cada incidente violento en los pueblos judíos árabes mixtos, “¡Todos los árabes son terroristas! ¡Mátenlos a todos!"
Esta chusma pudiera hacer las mismas manifestaciones mañana contra otra persona: gais, jueces, feministas, quien sea. No es consistente. No puede construir un nuevo sistema.
No. Hay un solo grupo en el país que sea lo suficientemente fuerte, suficientemente cohesionado, suficientemente decidido como para hacerse cargo de la situación: los colonos.
A MEDIADOS del siglo pasado, un historiador de gran talla, Arnold Toynbee, escribió una obra monumental. Su tesis central era que las civilizaciones son como seres humanos: nacen, crecen, maduran, envejecen y mueren. Esto no era realmente nuevo ‒el historiador alemán Oswald Spengler dijo algo similar antes que él (La decadencia de Occidente). Pero Toynbee, al ser británico, era mucho menos metafísico que su predecesor alemán, y trató de sacar conclusiones prácticas.
Entre muchas ideas de Toynbee, hubo uno que nos debe interesar ahora. Se refiere al proceso por el cual los distritos fronterizos alcanzan el poder y se hacen cargo de la situación.
Tomemos, por ejemplo, la historia de Alemania. La civilización alemana creció y maduró en el Sur, junto a Francia y Austria. Una clase alta rica y culta se extendió por todo el país. En las ciudades, la burguesía patrocinó a escritores y compositores. Los alemanes se veían a sí mismos como un “pueblo de poetas y pensadores”.
Pero en el trascurso de los siglos, los jóvenes y los enérgicos de las zonas ricas, especialmente los segundos hijos que no heredan nada, anhelaban labrarse por sí mismos nuevos dominios. Se fueron a la frontera oriental, conquistaron nuevas tierras de los habitantes eslavos y crearon nuevas fincas por sí mismos.
La tierra del Este se llamaba Mark Brandenburg. “Mark” significa “pantanos, “tierras bajas”. Bajo una línea de príncipes capaces, ampliaron sus posesiones hasta que Brandenburgo se convirtió en una potencia líder. No satisfechos con eso, uno de los príncipes se casó con una mujer que trajo como dote un pequeño reino del Este llamado Prusia. Y el príncipe se convirtió en un rey, Brandeburgo se unió a Prusia y se amplió por la guerra y la diplomacia hasta que Prusia gobernó la mitad de Alemania.
El Estado prusiano, situado en el centro de Europa, rodeado de vecinos fuertes, no tenía fronteras naturales ‒ni anchos mares, ni altas montañas, ni amplios ríos. Era sólo tierra plana. Entonces los reyes prusianos crearon una frontera artificial: un ejército poderoso. El conde de Mirabeau, el estadista francés, dijo una frase famosa: “Otros estados tienen ejércitos En Prusia, el ejército tiene un estado”. Los prusianos mismos acuñaron esta frase: “El soldado es el primer hombre en el estado”.
A diferencia de la mayoría de los otros países, en Prusia la palabra “Estado” asumió un estatus casi sagrado. Theodor Herzl, el fundador del sionismo y un gran admirador de Prusia, adoptó este ideal, llamando a su futura creación “Der Judenstaat” ‒el Estado judío.
TOYNBEE, QUIEN no se prestaba a la mística, encontró la razón terrenal para este fenómeno de los Estados civilizados que son asumidos por las personas de las fronteras menos civilizados, pero más resistentes.
Los prusianos tuvieron que luchar, conquistar la tierra y aniquilar una parte de sus habitantes, crear pueblos y ciudades, soportar contraataques por los vecinos resentidos, suecos, polacos y rusos. Sólo tenían que ser resistente.
Al mismo tiempo, las personas en el centro llevaban una vida mucho más fácil. Los burgueses de Fráncfort, Colonia, Munich y Nuremberg podían tomárselo fácil, ganar dinero, leer a sus grandes poetas, escuchar a sus grandes compositores. Podrían tratar a los prusianos primitivos con desprecio. Hasta 1871, cuando se encontraron en un nuevo Reich alemán dominado por los prusianos, con un Káiser prusiano.
Este tipo de proceso ha ocurrido en muchos países a lo largo de la historia. La periferia se convierte en el centro.
En la antigüedad, el imperio griego no fue fundado por los ciudadanos civilizados de una ciudad griega como Atenas, sino por un líder de la frontera de Macedonia, Alejandro Magno. Más tarde, el imperio mediterráneo no fue creado por una ciudad griega civilizada, sino por una ciudad italiana periférica llamada Roma.
Una pequeña frontera alemana en el sureste se convirtió en el gran imperio multinacional llamado Austria (“Österreich”, “Imperio de Oriente” en alemán), hasta que fue ocupada por los nazis y renombrado Ostmark, o Zona Fronteriza del Este.
Los ejemplos abundan.
LA HISTORIA judía, tanto real como imaginaria, tiene sus propios ejemplos.
Cuando un niño que lanzaba piedras de la periferia sur con el nombre de David se convirtió en rey de Israel, trasladó su capital desde la ciudad vieja de Hebrón a un nuevo sitio, que acababa de conquistar: Jerusalén. Allí estaba lejos de todas las ciudades en las que una nueva aristocracia se había establecido y prosperado.
Mucho más tarde, en la época romana, los combatientes fronterizos que resistían en Galilea bajaron a Jerusalén, por entonces una ciudad patricia civilizada, y les impusieron a los ciudadanos pacíficos una guerra absurda contra los romanos, infinitamente superiores. En vano el rey judío Agripa, descendiente de Herodes el Grande, trató de detenerlos con un discurso impresionante registrado por Flavio Josefo. Los habitantes fronterizos se impusieron, Judea se rebeló, el (“segundo”) templo fue destruido, y las consecuencias se podían sentir esta semana en el Monte del Templo (“Haram al Sharif”, el Santo Santuario en árabe), donde los niños árabes, imitadores de David, arrojaron piedras a los imitadores judíos de Goliat.
En el Israel de hoy, hay una clara distinción ‒y antagonismo‒ entre las grandes ciudades prósperas, como Tel Aviv, y la “periferia” mucho más pobre, cuyos habitantes son en su mayoría descendientes de inmigrantes de países orientales pobres y atrasados.
Esto no siempre fue así. Antes de la fundación del Estado de Israel, la comunidad judía en Palestina (llamado “el Yishuv”) estuvo gobernada por el Partido Laborista, que estaba dominado por los kibutzim, las aldeas comunales, muchas de las cuales estaban ubicados en las fronteras (uno podría decir que en realidad constituían las “fronteras” de la Yishuv.) Allí nació una nueva raza de luchadores resistentes, mientras que los habitantes mimados de la ciudad fueron despreciaban.
En el nuevo estado, los kibutzim se han convertido en una mera sombra de sí mismos, y las ciudades centrales se han convertido en los centros de la civilización, envidiados e incluso odiados por la periferia. Esa era la situación hasta hace poco. Ahora está cambiando rápidamente.
EL DÍA que siguió a la Guerra de los Seis Días de 1967, un nuevo fenómeno israelí sacó la cabeza: los asentamientos en los territorios palestinos ocupados recientemente. Sus fundadores fueron los jóvenes “nacional-religiosos”.
Durante los días de la Yishuv, los sionistas religiosos fueron bastante despreciados. Ellos eran una pequeña minoría. Por un lado, estaban desprovistos del élan revolucionario de los seculares kibutzim socialistas. Por otro lado, los verdaderos judíos ortodoxos no eran sionistas en absoluto y condenaron a la empresa sionista en su totalidad como un pecado contra Dios. (¿No fue Dios quien condenó a los judíos a vivir en el exilio, dispersos entre las naciones, a causa de sus pecados?)
Pero después de las conquistas de 1967, el grupo “nacional-religioso” de repente se convirtió en una fuerza en movimiento. La conquista del Monte del Templo en Jerusalén Este y todos los demás lugares bíblicos los llenó de fervor religioso. De ser una minoría marginal, se convirtieron en una poderosa fuerza motriz.
Ellos crearon el movimiento de los colonos y establecieron muchas docenas de nuevas ciudades y pueblos en todo el territorio ocupado de Cisjordania y Jerusalén Este. Con la ayuda enérgica de todos los gobiernos israelíes sucesivos, tanto de izquierda como de derecha, crecieron y prosperaron. Mientras que el izquierdista “campo de la paz” degeneraba y se marchitaba, ellos extienden sus alas.
El partido “nacional-religioso”, alguna vez una de las fuerzas más moderadas en la política israelí, se convirtió en el partido ultranacionalista, casi fascista “Hogar Judío”. Los colonos también se convirtieron en una fuerza dominante en el partido Likud. Ellos controlan el gobierno. Avigdor Lieberman, un colono, lidera un partido más derechista, en la oposición nominal. La estrella del “centro”, Yair Lapid, fundó su partido en el asentamiento de Ariel y ahora habla como uno de la extrema derecha. Yitzhak Herzog, el guía del Partido Laborista, intenta débilmente emularlos.
Todos ellos emplean ahora el tono “colono” al hablar. Ya no hablan de Cisjordania, sino que emplean los términos de colonos: dicen “Judea y Samaria”.
SIGUIENDO CON Toynbee, explico este fenómeno por el desafío que plantea la vida en la frontera.
Incluso cuando la situación es menos tensa que en la actualidad, los colonos enfrentan peligros. Están rodeados de pueblos y aldeas árabes (o, más bien, se pusieron ellos mismos en su centro). Están expuestos a las pedradas y los ataques esporádicos en las carreteras y viven bajo la protección constante del ejército, mientras que la gente en las ciudades israelíes lleva una vida cómoda.
Por supuesto, no todos los colonos son fanáticos. Muchos de ellos se fueron a vivir a un asentamiento porque el Gobierno les dio, casi por nada, una villa y el jardín que ni siquiera podían soñar en el Israel propiamente dicho. Muchos de ellos son empleados del Gobierno, con buenos salarios. A muchos simplemente les gusta el paisaje ‒todos esos pintorescos minaretes musulmanes.
Muchas fábricas han dejado el Israel propiamente dicho, vendieron su tierra allí por sumas exorbitantes y recibieron subsidios enormes del gobierno por mudarse a Cisjordania. Emplean, por supuesto, a los trabajadores palestinos baratos de los pueblos vecinos, libres de salarios mínimos legales o leyes laborales. Los palestinos trabajan para ellos porque no hay otro trabajo disponible.
Pero incluso estos colonos que buscan “confort” se vuelven extremistas, con el fin de sobrevivir y defender sus hogares, mientras que las personas en Tel Aviv disfrutan de sus cafés y teatros. Muchos de estos veteranos ya tienen un segundo pasaporte ‒por si acaso. No es de extrañar que los colonos estén asumiendo el control del Estado.
EL PROCESO ya está muy avanzado. El nuevo jefe de la policía es un excolono de los que lleva kipá. También el jefe del Servicio Secreto. Cada vez más de los oficiales del ejército y de la policía son colonos. En el gobierno y en el parlamento, los colonos ejercen una influencia enorme.
Hace unos 18 años, cuando mis amigos y yo declaramos por primera vez un boicot israelí a los productos de los asentamientos, vimos lo que venía.
ESTA ES ahora la verdadera batalla por Israel.