No hay peor suplicio para el administrado que padecer la incertidumbre jurídica que provoca la arbitrariedad administrativa, la situación se intensifica cuando la Administración asume criterios y posturas que arrastran estelas de esperanzas hacia la vida de los particulares y luego actúa contrariamente a lo proyectado. Si el particular deduce de la actividad administrativa expectativas legitimas, las entidades administrativas quedan vedadas de mancillarlas, deviniendo en antijuridica toda actuación que inmotivadamente subvierta el principio de confianza legítima.

La confianza legítima es un principio reconocido por nuestro ordenamiento, que orienta la actividad administrativa hacia la objetividad, la equidad y la estabilidad de las relaciones jurídico-administrativas. El proceder pendular de la Administración es jurídicamente reprochable, y el ciudadano podrá invocar la protección a la confianza legítima para compeler a la entidad administrativa a honrar las expectativas que ella gestó sobre la psiquis del administrado,  pero para que el particular pueda escudarse bajo la égida de este principio, tres son las condiciones que deben conjugarse, a saber: la primera es que la entidad administrativa externalice, ya sea mediante actos o hechos administrativos, indicios que hagan suponer al administrado que actúa conforme a los lineamientos legales, la segunda es que la confianza suscitada en el administrado sea conforme a la buena fe y por último que las expectativas resulten razonables.

La operatividad de la protección efectiva de la confianza legítima se torna imperativa cuando el administrado, a causa de la conducta afianzada por la Administración, infiere razonable y objetivamente que su situación jurídica es aceptada por el Estado. Sin embargo, la aplicación de este principio no implica la petrificación de la situación jurídica del administrado, sino que funge como contrapeso ante las intempestivas desideratas políticas que solo serán admitidas por la juridicidad, cuando se realicen de forma paulatina y estableciendo previamente medidas tendentes a garantizar la armónica transición a la nueva situación jurídica, de lo contrario, la responsabilidad patrimonial se vería irremediablemente comprometida lo que generaría a cargo de la imprevisible Administración, la obligación de resarcir al ciudadano afectado por la defraudación de sus legítimas expectativas.