La semana pasada, les asigné a mis estudiantes de historia de la filosofía una actividad consistente en comparar las teorías del contrato social de cuatro filósofos fundamentales de la Modernidad: Thomas Hobbes, Jean Jacques Rousseau, Baruch Spinoza y John Locke.

El contrato social no consiste en un pacto explícito firmado por los individuos de una sociedad en algún momento de la historia. Se trata de un experimento mental que pretende explicar el origen y fundamento del Estado.

El estudio de las teorías del contrato social es fundamental para comprender como hemos entendido nuestras relaciones económicas, sociales y políticas.

Por ejemplo, Hobbes parte del supuesto de que los seres humanos son violentos por naturaleza, que si no hay una instancia autoritaria que imponga el orden por la fuerza, nos entregamos a nuestras apetencias, sin importar el daño generado a los demás. Por tanto, Hobbes piensa que aceptamos vivir en sociedad, bajo la legislación de un poder autoritario, para sobrevivir,  restringiendo nuestra libertad a cambio de seguridad.

Por su parte, Locke concibe el fundamento del contrato social en la preservación de la propiedad privada, que para la tradición liberal es constitutiva de la libertad personal (no hay libertad sin propiedad). Así, la tradición liberal asigna al Estado un papel menos protagónico que en la tradición de Hobbes.

Compárese con la concepción de Rousseau, para quien los problemas humanos surgieron con la propiedad privada, cuando algunos comenzaron a apropiarse de los bienes de todos, creando una asimetría en las relaciones sociales y arraigando en la sociedad las desigualdades sociales.

Por su parte, en la idea de Locke la propiedad privada forma parte de los derechos fundamentales del individuo. Pero con el derecho a la propiedad privada también surge el problema de los límites morales de ese derecho. Puedo aspirar a adquirir más propiedades y puedo aspirar a obtener cuantos bienes me permita mi capacidad de compra. Surgen implicaciones para el resto del planeta, desde las relaciones sociales de desigualdad entre los ciudadanos, no basadas en diferencias de inteligencia o disposición al trabajo, hasta la destrucción del ecosistema.

Entonces, nos damos cuenta por qué estudiar la historia de la filosofía no es un pasatiempo de intelectuales, ni mera cultura general, sino un esfuerzo sistemático por comprender los supuestos que fundamentan las acciones individuales y las   sociedades donde vivimos.