La geopolítica, esa disciplina puesta de moda por la última experiencia de la guerra clásica, la Primera  Guerra Mundial, como un ejercicio de la frustración del entonces “recientemente” formado Imperio Prusiano al no haberse beneficiado de la época de las colonias, reclamando un “espacio vital” para su desarrollo capitalista, como fuera el caso de España, Portugal, Francia e Inglaterra, está de moda en el patio quisqueyano.

Al quedar en “tablas” el resultado de esa conflagración, la Gran Guerra Europea, luego denominada la Primera Guerra Mundial, se desarrolló un ambiente de distensión, que fue el de los excesos de los años treinta conocidos como la “Paz Armada” por la preparación para el próximo round, la Segunda Guerra Mundial. Todos deseaban la paz, sabiendo que se preparaban para la guerra. Una cumbre del cinismo y la ironía de la especie humana.

¿Cómo lo estamos viviendo en el 2019, en comparación a los años despreocupados de la entreguerras? Venimos de una Guerra Fría, que se antoja sería sucedida por un multilateralismo, ejemplificado por las eras Clinton y Obama, pero caímos en un unilateralismo, primero con Bush hijo y ahora con Trump, que se intercalaron en el  orden presidencial norteamericano. El tema está encendido por una guerra incontrolada en el Oriente Medio, unos regímenes de derecha e izquierda ineficientes en América Latina con una creciente inequidad en todos los niveles en la población, y un desgarro potencial entre  las naciones del sudeste asiático.

La geopolítica nace de un “real politik” germánico fundado en un determinismo geográfico sobre las consideraciones intersocietarias, muy hilvanadas por el largo periodo de mil años de Imperio Romano y cimentadas en el mundo post-romano hasta alcanzar la modernidad nacida de la debacle del régimen medieval. Este “real politik” fue compensado por el “idealismo” que significó el “orden agustiniano” hasta la formación del Estado Westfaliano, del que heredamos la estructura de los estados actuales del orden internacional.

Por lo tanto, estamos entrampados entre el “realismo y el idealismo”, llevándonos a aspirar la “paz perpetua” de Kant, que inspiró el establecimiento de las Naciones Unidas luego del fin del infierno que significó la Segunda Guerra Mundial. En las postrimerías de la Segunda Guerra e inicio del ideal del control de un mundo en guerra, comenzó a pensarse que en Navidad y Año Nuevo deseáramos la paz, como una extensión de la “Tregua de Dios” medieval impuesta por la Iglesia. Según lo contado, parece una «promesa imposible» añorar la Paz, porque vivimos al borde de una tercera guerra mundial que se acrecienta con la probabilidad por los mandatarios mediocres, y yo diría, toda una clase política, “sesgada” hacia el populismo, por lo tanto, hacia el autoritarismo, y de ahí a la “dictadura de las masas”, sean proletarias o fascistas de pequeños o grandes burgueses.

El Papa Francisco, máximo representante del “idealismo geopolítico”, ya arremetió en su mensaje “urbi et orbi” de la Navidad de 2019 contra la “realidad” de la persecución de los “marginados”, los “desplazados”, “las minorías étnicas, sociales y de género” despreciadas, perseguidas y asesinadas impunemente. Es la frontera entre las estructuras solidarias e insolidarias de la sociedad humana, religiosas o agnósticas.

Si se dan cuenta, es una reflexión escéptica, como buen realista que soy. Pero, no pierdo una pizca del idealismo, como para repetir que en un año 2020 complejo, complicado y confuso, tanto en Quisqueya la bella, y a nivel global, me atrevo a repetir la «promesa imposible» para que el año que viene y los que le seguirán, sean “¡Años de Paz para todos!”, y en especial, ¡EL 2020! Que incluya la paloma de Picasso.