De tanto mencionarla la crisis tocó finalmente nuestras puertas. El pesimismo nos empuja siempre a valorar el quehacer por la marcha de algunos o muchos negocios, lo que no nos permitía ver la marcha acelerada de nuestra economía. No vivíamos una crisis económica antes de la pandemia, pues cada día se abrían nuevas operaciones industriales, el turismo estaba en auge y la actividad comercial se expandía vertiginosamente, con la apertura de gigantescos centros comerciales, de tamaño incluso superior a sus iguales en países más desarrollados.

El problema no era de esa índole ni el país se encaminaba hacia un estadio de recesión paralizante de la actividad económica. Nuestra verdadera crisis era y sigue siendo de carácter social, con tasas de desigualdad preocupantes dentro de un proceso firme de concentración de recursos que los pone cada vez más en  círculos de pequeñas élites económicas muy creativas con un control creciente de la riqueza nacional. Buena parte de los nuevos y florecientes negocios  de las últimas dos o tres décadas provienen de esos grupos, sin que se hayan generado cambios importantes en la estructura social, debido a los bajos salarios y a un sistema de seguridad social que no los promueve.

Por todo ello, es iluso pensar que la amenaza a la estabilidad social radicaba solo en un endeudamiento exorbitado, porque debemos seguir endeudándonos, y en las prácticas políticas corruptas prevalecientes. También pesa ominosamente sobre el futuro la expansión de la brecha que los elevados y crecientes niveles de desigualdad gravitan sobre una mayoría de la población que nace únicamente para morir, sin esperanza alguna. Necesitamos por tanto un pacto social y político de largo alcance para ahuyentar ese fantasma de inestabilidad. Esa es la prioridad que el Covid-19 nos impone.