Solemos agredir muy fácilmente la reputación de los otros.

No importa el grado de cercanía que estos otros tengan, pueden ser nuestros amigos, vecinos, desconocidos, gente de carrera pública y hasta de nuestra propia familia.

Echarle la culpa al otro no es un asunto que solo se aprende de acuerdo al grado de relaciones o “educación” adquirida de nuestros padres o del entorno en el que nos desarrollamos.

Es, y está claro en la conciencia, es “algo” que traemos insertado en nuestro ADN, según parece. Como si esta inculpación del otro fuese un defecto congénito incluido de propósito por “el responsable de todo” que es la vida en sociedad.

La sensatez, la objetividad y la fraternidad deberían de ser los motivos primarios de la raza humana, especialmente para la proclamada última generación.

El respeto de otras personas a disentir de nuestra opinión es un asunto que hay que asumir con beneplácito y hasta con alegría, ya que existe la posibilidad de que estén tratando de enseñarnos algo que desconocemos o, de hecho, nos lo enseñan.

Enseñar a otros lo errado que pueden estar requiere de nuestra parte de un alto grado de ética, pues la soberbia solo trae inquietud, y al final, no cumple con el objetivo inicial de ilustrar el intelecto de los demás.

Lanzar la primera piedra nos retrotrae a aquel pasaje bíblico en donde Jesús, impide la lapidación de Magdalena.

El mensaje puntual de aquella historia, es una metáfora al condicionamiento humano. ¿Quién, recita Jesús, es capaz de acusarte sin reconocer sus propios errores? ¿Quién está libre de culpa?

Obviamente que siendo este el hijo predilecto de Dios, ya sabía del código genético defectuoso con que fue creada nuestra “computadora” mental.

Quizás sea el mundo el que nos obliga a ser sectarios, solitarios y egoístas.

Controlar toda esta compleja mezcla de sentimientos y reacciones no es un asunto fácil. Especialmente ocurre así cuando se desata el inconsciente colectivo cual fiera dispuesta a destruir la razón humana.

Se ha visto con estupefacción como la multitud sorda se lanza irreflexivamente a maltratar la cualidad de otros, afincándose para ello en el soporte colectivo que ciego no atiende razones.

Es en el seno de la más bestial intimidad donde se planean los entuertos que maquina la mente, allí afloran las más bajas pasiones.

El animal humano es el único capacitado para crear obras de arte complejas, así como todo tipo de armas de destrucción; oscila el ser humano cual olas de mar bajo el efecto de los opuestos sentimientos que coexisten en su psique.

Este es el ser que al mismo tiempo exalta y apoca, construye y destruye. Se acomoda en aldeas y ciudades buscando el calor y la cooperación del grupo, pero a la vez siembra con su boca y proceder la semilla de la división.

La idea considerada correcta es bien sencilla. Construir bienestar, sembrar armonía, practicar la tolerancia y promover la paciencia.

Nadie debe considerarse superior o inferior a otro. Esto así a pesar de que existen diferencias que nos hacen diversos, que incentivan el intelecto y crecimiento colectivo en algunos más que en otros.

Recurrir a aislarse, por tener una alta o baja estima, solo nos conduce a un cúmulo de rabias y odios insensatos que en nada aportan a una sociedad que desea armonía.

Antes de lanzar la primera piedra, se debe de formar conciencia de cuán lejos llegará esta. ¿Qué aporte, si alguno, se hace con ese proceder?

Debe juzgarse que la primera piedra puede considerarse en tanto origen de las inquietudes, de las controversias, de las soledades.

Cada uno de nosotros tiene cualidades buenas y son estas las que hay que exaltar.

Mientras sigamos concentrándonos en los “defectos” de los otros seguiremos padeciendo los nuestros.

La primera piedra que nos lancen debería de servirnos para recordar, ¿cuántas piedras lanzamos antes?

La segunda debería ayudar para concientizarnos que las flores duelen menos y en cambio, surten un efecto milagroso.

¡Salud!